En verdad, habría que llamarla Agua o Atmósfera. Se nos revela como, extrañamente, azul; visto nuestro planeta desde el espacio. Pero, resulta que la criatura dominante, por más inteligente, es el hombre, que aparece organizado, políticamente, en esas tribus llamadas Estados. De ahí que, hablando de la Tierra, la segunda sorpresa es que, desde la estratosfera, se perciben bien los continentes y las islas, pero no las fronteras. En castellano, la primera acepción histórica de “frontera” es algo así como “tierra de nadie”. Se acuñó en tiempos de la lenta Reconquista contra los moros. Por eso se conservan topónimos como Jerez de la Frontera. La expresión pasó al inglés estadounidense como frontier (los territorios del Oeste), que, luego, se utilizó por el presidente Kennedy como la new frontier o expansión del conocimiento. La otra idea, más común, de frontera es la que, en España, se llamó “raya”. Es un trazo sobre el mapa, inexistente en la realidad.
Vistos los otros planetas, tan inhóspitos, el nuestro es un verdadero jardín o Edén, encargado de albergar la vida con una miríada de especies. Tiene que haber más casos similares en nuestra galaxia, pero se encuentran tan distantes, que es como si no existieran. Así que ocupémonos de acondicionar nuestro jardín. No se trata, solo, de mejorar el medio físico o ambiente, sino de organizar el conjunto humano. Es tarea ingente; el ecologismo o el urbanismo se quedan cortos.
Resulta utópico pensar que un mundo como el descrito pueda ser abordado por una inexistente autoridad mundial o por los ineficientes organismos internacionales. Para ser realistas, hay que plantear las soluciones a la escala de lo que tenemos: los Estados. Claro está, hay que aprovechar los mecanismos de corrección, que se han diseñado a lo largo de la historia. Las grandes potencias no perciben la Tierra como un jardín, sino como una mina, un mercado o un espacio de interés militar. Esas son visiones demasiado interesadas y parciales.
Por desgracia, la acción del hombre ha convertido algunas partes del jardín terráqueo en vertederos de basuras, suelo desnaturalizado
La metáfora de la Tierra como el Edén parece más estimulante que la tan traída del Globo. En efecto, todos los planetas conocidos son como “globos”, pero solo uno, la Tierra, es un vergel, no solo terrestre, sino acuático. La capa superficial de la Tierra alberga vida (vegetal, animal y humana) y, naturalmente, muerte.
Por desgracia, la acción del hombre ha convertido algunas partes del jardín terráqueo en vertederos de basuras, suelo desnaturalizado. La industria, tan atrasada, no ha logrado fabricar un plástico degradable, como sería de desear. Tampoco, ha conseguido obtener energía eléctrica a partir del hidrógeno, el elemento más abundante de la Tierra y de la galaxia. Sería la verdadera energía limpia y renovable. Solo por esos pecados, la humanidad merecería sr expulsada del Edén.
Un jardín es algo más que la naturaleza espontánea. Se trata de una acción humana, sobre todo, cuando se desenvuelve sobre un terreno pedregoso, escaso de agua. En ese caso, muy corriente, el trabajo del hombre favorece la natural fecundidad de las plantas. Pueden germinar de forma natural, pero, sin la intervención humana, es más difícil que se hagan productivas. Sería ideal una sociedad en la que cada familia pudiera transformar un trozo de terreno, por estéril que pareciera, en un minúsculo jardín. El mínimo podría ser la alegría de las macetas en un balcón o una ventana. Tal proceder empezaría por ser una asignatura en las escuelas primarias. Estamos muy lejos de tal ensoñación.
En un territorio como el español, tan proclive a los secarrales, hay que registrar un milagro del esfuerzo humano. Durante las últimas generaciones, se ha incrementado, notablemente, la densidad de árboles, arbustos y todo tipo de plantas. No me refiero, solo, a la España húmeda. Valga la observación para el espacio donde habito, la Sierra madrileña. Es notorio el constante aumento de la masa forestal, aunque más que bosques, habría que hablar de sotos. Lo lamentable es que no se haya prodigado el aumento de la población de insectos y otras especies animales. No cuento las que llamamos “mascotas”, que son, más bien, una proyección artificiosa de la población humana.
No se trata, solo, de mejorar el medio físico o ambiente, sino de organizar el conjunto humano
A un estudiante de español le resulta difícil de entender la expresión despectiva de “meterse en un jardín”. Procede de la jerga de los cómicos, el mundillo del teatro. Equivale a “andarse con rodeos, con explicaciones, que enmarañan el argumento”. Es el caso de los malos actores de teatro que no se sabían su papel de memoria. Suplían el parlamento previsto con “morcillas” de su cosecha. Aun así, sigue siendo extraño que la metáfora del jardín sirva para tal ocasión denigratoria.
En España y en algunos países de Hispanoamérica funciona la tradición de rodear los jardines privados de altas cercas, tapias o bardas, siguiendo el modelo de los conventos. Su función es impedir que el viandante o el vecino puedan gozar de la vista del jardín propio. Se trata de un abuso del derecho de propiedad, fuertemente, establecido como costumbre. Acaso, pueda explicarse, también, la frase “meterse en un jardín” como la de invadir, aunque, solo, sea visualmente, el territorio ajeno. Es una interpretación del individualismo hispano, que es, más bien, insolidaridad.