No es cierto que caminemos hacia un mundo igualitario. Al menos, por la semejanza de oportunidades vitales que proporciona el hecho aleatorio de haber nacido en uno u otro país. Antes bien, tal circunstancia condiciona mucho los avatares del vecindario situado en un particular territorio. Se comprende el vaivén continuo de turistas, emigrantes, refugiados, desplazados y exiliados de los más variados orígenes.
Nos aproximamos a un momento decisivo en el que la mayor parte del censo europeo acredite su genealogía en otros continentes. Se trata de un pasmoso fenómeno colectivo. Es claro que el origen geográfico condiciona otros muchos aspectos del vivir cotidiano: religión, costumbres, familia, etc. Lo extraño es que haya tantas personas descontentas con su suerte, el lugar que les corresponde en el concierto de la sociedad.
No se sabe qué es peor. Elijan: unas sociedades ricas de Occidente, podridas por el consumo de la droga, o algunos países pobres, fundamentalmente hispánicos, envilecidos por la exportación de esas mismas sustancias. Se trata de un producto que se distribuye con inmensas desigualdades, con escandalosos márgenes comerciales y con violencia. Es el fundamento de los llamados «paraísos fiscales» (valga la contradicción), acaso la última forma de colonialismo.
En una sociedad tradicional funciona un acuerdo tácito por el que cada individuo ocupaba una posición inalterable, empezando por la nacionalidad o el sexo. Todo eso ha empezado a saltar por los aires. Muchos son los que no están contentos con su destino y anhelan otra nación y otro sexo, entre otras identidades. El resultado es un ambiente inestable, inseguro, provisional. No sorprenderá que la política dé tantos tumbos.
Costó miles de años añadir la cultura escrita a la tradición oral. En tal movimiento fue decisivo el Imperio romano, la civilización que más documentos escritos dejó sobre sí misma. Ahora, de golpe, empezamos a desandar lo andado. La generación adolescente ni siquiera envía mensajes sincopados. Los sustituyen por videos (se aconseja que sea voz grave) que se borran de forma automática en pocos minutos. Hay que estar atentos a los incesantes destellos del móvil. Es una nueva forma de esclavitud o de dependencia.
Se me objetará que los cambios reseñados son episódicos, circunstanciales. No es esa mi impresión. Un mundo en el que la identificación nacional o la del sexo clasificatorio se vean cambiantes no es capaz de producir mucha tranquilidad. Si acaso, puede ser un consuelo que las alteraciones dichas se produzcan a escala internacional (o «global», como se dice ahora). Realmente, representan una complicación más, pues no existe más mundo que este. Precisamente, ahí se origina el agobio general. De nada vale el intento de evadirse como emigrantes, refugiados, exiliados o desplazados. Es una tentación que se produce en los países pobres y también en algunos prósperos. Como ese cambio de identidad sigue siendo dificultoso, se comprenderá el subterfugio de hacernos turistas, a poder ser, de aeropuertos. Es como una ilusión vicaria de alterar la nacionalidad, aunque sea de modo efímero y circunstancial. Constituye un misterio determinar el contento por residir en otro país que no sea el de nación, aunque sea por un tiempo tasado.