El 2 de mayo de 1808 todos los poderes del Estado se postran genuflexos ante Napoleón, dueño absoluto de Europa. Nadie, salvo la Iglesia, mira con recelo las luces de la Ilustración que el gran Corso impone a sangre y fuego por el viejo continente. Sin embargo, hay dos oficiales que están dispuestos a derramar su sangre y alzarse contra el poder establecido. Durante esos días reina la incertidumbre con un Gobierno títere de Napoleón, un rey a punto de abdicar y un ejército, la Grande Armée, que se pasea por España mientras el nuestro permanece acuartelado. Las órdenes son claras: nada de intervenir.
El capitán Luis Daoíz y Torres, sevillano, está al mando del parque de artillería de Monteleón. También está en Madrid el cántabro Pedro Velarde y Santillán, del mismo rango. Ambos, aún no lo saben, van a pasar a la historia. Corre el rumor de que Napoleón quiere llevarse del Palacio Real a un miembro de la familia real española. El pueblo de Madrid sospecha que las tropas francesas en la capital y otras ciudades planean una invasión: lo de estar de paso para ir a Portugal es la coartada para quedarse en España.
Días después Carlos IV y su hijo Fernando VII doblan la rodilla ante Napoleón en Bayona entregándoles la soberanía nacional en un vergonzoso episodio que acaba con José Bonaparte al frente de la Corona. Las noticias son confusas y hablan de que Napoleón ha secuestrado al rey de España. La Junta de Gobierno mantiene a las tropas acuarteladas y les ordena no combatir a los franceses. Pero nuestros dos capitanes llevan días planeando pasar a la acción y 48 horas antes del 2 de mayo Velarde confiesa a Daoíz que la conspiración ha sido descubierta. Entonces, Daoíz se despide de su compañero con una de esas frases que recién pronunciadas ya son eternas: «España está perdida, pero tú y yo moriremos por ella».
Nada de esto frena a Velarde, que se dirige al cuartel de Monteleón con un puñado de amotinados. Las calles se tiñen de sangre: Madrid declara la guerra a Napoleón que las élites españolas no se atreven. Dentro, Daoíz no se decide hasta última hora. La tentación de echarse atrás —que es siempre la más terrible— sobrevuela su conciencia. Finalmente se pone al frente del levantamiento popular: «¡Abrid las puertas. Las armas al pueblo! ¿No son nuestros hermanos?».
Los días de vino y rosas de Napoleón comienzan a quebrarse en España y dos meses después su ejército sufre en Bailén —gloria al general Castaños— su primera derrota en campo abierto. Hoy casi nadie se acuerda de aquellos héroes y deberíamos hacerlo, aunque sólo fuera para que los madrileños puedan irse de puente cada 2 de mayo.