Una irrefrenable euforia embargó a Pedro Sánchez la noche del 23 de julio. A pesar de que el Partido Popular, haciendo valer el argumento del «voto útil», había ganado las elecciones, el doctor esbozó una amplia y pública sonrisa, la del que se sabe o se presupone capaz de formar gobierno. Sostenido por el potente suelo electoral, reforzado por un mallazo clientelar, de su partido, Sánchez, que ya se había ocupado de regar a determinados medios de comunicación y que se cuidó muy mucho de atacar a Yolanda Díaz, fue mejorando sus expectativas según avanzaba la campaña electoral. Sabedor de que el gobierno sólo es posible si se obtiene una mayoría parlamentaria, los famosos 176 escaños, al candidato socialista le salían las cuentas. Al cabo, para poner en marcha otro, en palabras del finado Rubalcaba, Frankenstein, únicamente faltaba la aprobación de Junts.
Sin embargo, quien maneja los hilos de Junts es nada menos que Carles Puigdemont, el mismo de quien Sánchez, en un lejano debate electoral celebrado el 4 de noviembre de 2019, después de acusar a los populares poco menos que de haberle dejado marchar, afirmó que lo traería de vuelta a España para rendir cuentas ante la justicia. Casi cuatro años después, con la polvorienta toga de Conde-Pumpido colocada en lo más alto del Tribunal Constitucional, Sánchez ha cambiado nuevamente de opinión. Arropado por una legión de propagandistas, la maquinaria socialista ha comenzado a buscar todo tipo de atajos dialécticos para presentar como deseable una medida no de gracia como los indultos que, desde la perspectiva del lazismo más radical convierten a los miembros de ERC en elementos domesticados por el Estado opresor, sino una operación de amnesia, llamada amnistía. Paradójicamente, el partido que más ha abanderado la memoria, aunque cuidadosamente selectiva, enarbola ahora la del olvido.
Para ir avanzando en esta vía que recuerda aquel viejo giro del «OTAN, de entrada no», al «vota sí en interés de España», Sánchez ha enviado a Bruselas a Yolanda Díaz —la sobahombres, según definición de María Durán— que se deshizo en mohínes ante el golpista, haciendo gala, una vez más, de hasta qué punto de servilismo frente a los supremacistas catalanes llegan las facciones políticas realmente existentes y autopercibidas «de izquierdas». Paralelamente a tan almibarada como colaboracionista visita, algunos jueces ensayan contorsionistas ejercicios leguleyos capaces de lograr la concesión de la amnistía para quienes atentaron contra la soberanía nacional. Al cabo, se trata del poder, y en ese objetivo, el PSOE, principal configurador de la actual España, no tiene rival… ni escrúpulos.
En este contexto, mientras los días corren en pos de una investidura que Sánchez acaricia al precio de reconocer a España como una tiranía, los viejos jerarcas, ya amortizados, reniegan de una decisión en cuyo origen, en el del llamado «conflicto», se mantienen las concesiones a esas sectas, a las que el Partido Popular dio continuidad. Poco cabe esperar del influjo de estos veteranos a menudo saturnalmente devorados por sus hijos políticos, menos aún después de escuchar al exministro de Justicia e Interior, Juan Alberto Belloch quien, tras afirmar que Sánchez es «el peor presidente del gobierno socialista que ha tenido este país», reconoce que, como tantos otros, al situarse frente a las urnas, siempre coge la papeleta del PSOE.