Nací en una España en blanco y negro felizmente superada. Me alimentaba con mendrugos de pan duro y mi única fuente de proteínas era la leche de la ubre materna, que mis hermanos y yo nos disputábamos como imitadores de Rómulo y Remo.
Tuve una breve escolarización en un colegio donde el cura me tocaba el entremuslo a poco que yo me descuidase, y donde cada dos horas debíamos interrumpir las clases, totalmente anticientíficas, para cantar el Cara al sol.
No pude tener más letras, pero yo devoraba los libros que me procuraba un tío mío, viejo republicano que vivía en el exilio interior, una trastienda donde le hacíamos llegar la brevas que robábamos del latifundio y los colgajos de la matanza —más veces gato que vaca— que de pascuas a ramos había en casa.
Así fue mi vida hasta que mudé a la capital. Allí, deslumbrado por el oropel literario del Café Gijón, y con mi novela bajo el brazo, conocí a los escritores de la época y me afilié al Partido Comunista. Ya tenía firma, lo periódicos publicaban mis artículos. La sed de mundo era tal que Madrid (¡poblachón manchego!) se me quedaba pequeño aunque las noches se hicieran interminables en Chicote. A esa España gris llena de toreros, serenos y gobernadores civiles llegó algo de color en forma de actrices americanas, y no negaré que algún amanecer me sorprendió entre ellas.
Pero de todo se cansa uno, sobre todo si tiene el espíritu inquieto, y París era una llamada poderosa a la que respondí. Allí leí a los existencialistas, conocí a Althusser, aspiré los efluvios del 68 y me demoré largas horas por la Rive Gauche y el Bois de Boulogne. París fue maestra de libertad, pero el Partido me reclamaba y tuve que volver a España para integrarme en una célula en Orcasitas. Corrí delante de los grises, y fui torturado por Billy el Niño (la misma noche en que asistí al concierto de los Beatles). Por fortuna, esa España insoportable (páramo, infierno, gusanera) terminó con el hecho biológico del Dictador.
Estalló entonces una libertad que no era la de París, pero que nos bastaba. Una libertad pequeña, ingenua, en forma de abrazo en el que nos reconciliábamos.
Conocí el amor, principió la madurez y mi primer desengaño con el Partido.
De ese sueño de libertad casi nos saca el 23-F, que recuerdo especialmente porque mi primogénito estaba recién nacido; nada más conocer la noticia le metí en la cuna y provisto de una libretilla de reportero partí hacia el Congreso infiltrándome por el sistema de alcantarillas, hasta que topé con un Guardia Civil que resultó ser compañero de la mili y me invitó a un cigarro.
Sentí el alivio al día siguiente. Ya nadie nos robaría la Libertad. Para entonces yo ya había abandonado el comunismo y volqué mi descreimiento en la alegría madrileña de la Movida. Bebí en el Penta, bailé en el Rockola, y de aquel Madrid noctívago de piterpanes subí al cielo de Pachá. Aun apuré las últimas horas en Balmoral, donde forjé amistades eternas con amigos a los que fui enterrando uno a uno. Tantos que gané cierta fama de gafe.
Un poco harto de esa vida, y divorciado ya, me casé con el periodismo y me hice corresponsal de guerra. Me silbaron las balas en el Sudán, Afganistán, Bosnia y Nicaragua. Allí miré a los ojos al horror, allí conocí al ser humano.
Curtido en mil batallas, con demasiada noche mercenaria a mis espaldas, regresé a una España que había perdido su fulgor. Después del 92 nos sorprendió el desengaño de la corrupción. Aprendimos que la democracia no era una amante joven, sino un matrimonio que construir día a día. Me comprometí con la defensa de nuestra Carta Magna en varios manifiestos que aun llegan puntuales como cartas del ayuntamiento y que me han valido no pocos sinsabores…
Tras haber sido víctima del fascismo y crédulo del comunismo, desengañado de las ideologías, huyo de los populismos y los extremismos. Reparto mi tiempo entre los libros viejos (siempre vuelvo a Hemingway) y los viejos amigos a los que veo con regularidad en nuestra tertulia en Lucio. No se sorprenda usted si alguna vez, estando allí, unos hombres maduros, alguno con Fedora, entre el tintineo reposado de una copa, reproducen enteros los diálogos de ‘El Hombre que mató a Liberty Valance’.