Decía Campmany, hablando de Rubén Darío, que, de vez en cuando entre los hombres nace uno señalado en la frente con una estrella de luz extraña y cegadora. Me pregunto cuántos de ellos la conservan en su óbito. Don Dalmacio Negro —aquí el tratamiento es merecido—, no era el fichaje millonario de ningún club de fútbol ni llenaba estadios ni se dedicaba a «esferificar» alimentos, o lo que se haga en esas cocinas donde el menú cuesta medio salario mínimo. Si acaso, esferificaba conceptos, los redondeaba para que pudieran ser digeridos por gente como yo, enana ante ciertas alturas intelectuales. En esta España setentayochista, fragmentada ya desde los planes de estudios, sabemos demasiado de ídolos populares pero apenas habíamos oído hablar de un catedrático de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas sobresaliente, referente de tantos.
Llegué tarde a Dalmacio Negro –como a todo lo que yo más quería, parafraseando al poeta Rosales–. Me acerqué a su pensamiento a través de los artículos que publicaba en Ideas, el suplemento cultural de esta casa, y los de aquellos que le trataron. Recientemente, yo aún no salgo de mi asombro, el pensador había citado alguna que otra cosa mía en distintos foros. Aproveché la amistad común con su alumno Jorge Sánchez de Castro para pedirle a éste que le diera las gracias de mi parte. Y Jorge, generoso siempre, llorando hoy la muerte del amigo más que la del Profesor, me animó a que lo hiciera yo misma.
Tengo su teléfono, un fijo de Madrid, desde principios de este mes que agoniza, pero la conversación con el sabio me intimidaba. Se me hacía bola, a decir de Ruiz–Quintano. Temía resultarle un incordio, estar un poco fuera de lugar, como la irrupción de un anuncio publicitario en medio de un tiroteo de una de las películas de vaqueros que solía ver de madrugada.
Sin embargo, en el anochecer del domingo 22 de diciembre cogí las llaves y mi móvil y salí a hacer esa llamada mientras daba un paseo. Llegué tarde a don Dalmacio, pero llegué a tiempo. Una hora, un minuto y un segundo a tiempo.
He repasado mentalmente mil veces esa conversación acontecida pocas horas antes del aniversario de su nacimiento y de su nacimiento a la vida eterna. Le contemplaban noventa y tres años, repartidos entre dos siglos, pero me reprendió suavemente cuando le felicité: «A partir de los cuarenta ya no se felicitan los cumpleaños». Lo decía él, que, provecto, conservaba intacta la preocupación por el mundo. Una, transitando esa cuarentena no felicitable, está más cerca de la escuela ayusista (la de Miguel, no la de Isabel) a la que ya sólo le interesan los cócteles y la música clásica italiana.
Y don Dalmacio Negro Pavón, lúcido y fatigado, habló saltando de un tema a otro, abriendo muchos frentes sin terminar de resolverlos, como ordenándolos en voz alta, durante sesenta minutos. Ameno, sin desdeñar la anécdota, Rusia ocupó buena parte de la conversación. También mencionó la Hispanidad o la pobreza intelectual de los socialistas («empezando por Peces Barba que se hizo una ley ad hoc —Ley Maravall— para ser catedrático»). Su ánimo –doy fe de que lo tenía– y su disposición a lo amable, a la sonrisa leve, se empañó en tres ocasiones concretas: hablando del aborto, de médicos y de la deriva pesoizante de la monarquía.
Disertó sobre ideologías, religión y nihilismo; barzoneamos de la política exterior a lo doméstico, didáctico siempre, llano, quejumbroso por los accesos de tos. Su precaria movilidad y el agotamiento le molestaban en tanto que le disuadían de asistir a encuentros con intelectuales extranjeros («con traductor») o a vinos con ese trío impagable que formaba junto a Sánchez de Castro y López-Linares. Me confió alguna peripecia familiar y la dificultad que estaba teniendo para acabar su siguiente artículo «para Paco». Andaba en algo sobre la abolición del Estado Autonómico y no lograba acordarse de un autor alemán que necesitaba.
A pesar de que Jerónimo Molina y Domingo González insisten en que no hay una escuela dalmaciana, la «continuidad» del Profesor, con ellos, está en las mejores manos. La tarea que a mí me encomendó (no logré que me tuteara) es más sencilla: «A ver si usted consigue que pongan en Gaceta la sección de Opinión y la de Ideas más accesible. Son lo mejor de la prensa española».
La noticia de la muerte de don Dalmacio el día siguiente de nuestra conversación me hizo más consciente, si cabe, del privilegio de haber recibido su (telefónica) hospitalidad. Queda en mi memoria agradecida su acogimiento y su luz, extraña y cegadora.