Después de dos mil años siguen siendo los mártires quienes, con su entrega y con su ejemplo, mantienen viva la llama de la fe en la Iglesia. Lo sabemos por la comunión de los santos y porque es la única explicación razonable de que todavía quede algo en pie en un mundo y en una Iglesia que —a veces— parece haber sucumbido a los susurros del mal.
Pero al martirio no sólo están llamados los millones de cristianos que sufren persecución cruenta en el mundo a día de hoy, muchos de los cuales pierden la vida. También lo estamos nosotros, en la relativa comodidad de nuestra vida occidental.
Está muy bien hablar del martirio de los demás, en otros lugares y en otros tiempos, pero ¡ojo con vivir alejados de esa realidad a la que nos convoca nuestra condición de hijos de Dios! Corremos el riesgo de entregar nuestra vida en cómodos plazos, pensando que siempre habrá una ocasión mejor, una ocasión en la que sí valdrá la pena perder el trabajo, la reputación, el dinero o los amigos.
Siempre habrá una razón aparentemente de peso para no decir en clase eso que incomodará a algunos alumnos, para no defender la cruz en las aulas o en medio del monte, para no defender a Dios y su Iglesia, siempre habrá una razón para aplazar una decisión justa pero espinosa y conflictiva.
Y entre tantos aplazamientos acabaremos en la tumba sin haber sido capaces de morir sólo un poquito por el Señor. Toda una vida hablando de santos y de mártires, pero toda una vida caminando en dirección contraria. Ésa es la cruz que tenemos que cargar, ésa es nuestra terrible culpa, mientras los malos intentan cargarse otras cruces ante nuestra mirada cómplice o indiferente —en el mejor de los casos—.