Una sociedad resulta viable mientras mantiene un cierto sentido de la ejemplaridad. La ejemplaridad se encarna en acciones tangibles protagonizadas por personas concretas. El mundo antiguo cifró la cima de las aspiraciones humanas en la figura del héroe. Aquiles o Héctor no son meras criaturas salidas de la imaginación del autor de la Iliada, sino la materialización de un compendio de atributos susceptibles de despertar entre los habitantes de las polis un vivo sentimiento de admiración. El héroe, en tanto modelo de conducta, adquiere así una resonancia cívica: la propia de un elemento que cohesiona. La comunidad reconoce en su peripecia el cumplimiento ideal de sus expectativas, la plena realización de su identidad más lograda.
A la figura del héroe, la cristiandad medieval agregó otro módulo de virtudes: el santo. Durante siglos, héroes y santos han sostenido el entramado de nuestra civilización. Sin embargo, a medida que la modernidad se vaya imponiendo, ambos arquetipos experimentarán un creciente desgaste. En nuestra tradición literaria, Lázaro de Tormes adelanta la irrupción de una época marcada por el descrédito del héroe. Algo más tarde, don Quijote ilustra el fracaso definitivo de todos los ideales excelsos y el consecuente viraje hacia un tiempo que, en lo sucesivo, veremos precipitarse en el desencanto y el cinismo.
Con el oscurecimiento de la ejemplaridad nuestro mundo ingresa en una deriva problemática. ¿A quién debemos imitar? Privada de referentes dotados de auténtica sustancia ética, la sociedad se decanta por una constelación de ídolos que representan los valores en sintonía con el materialismo rampante: poder, dinero, atractivo físico, notoriedad. Sin embargo, el propósito de estos nuevos símbolos del triunfo social no es el de unirnos en torno a un esfuerzo que redunde en beneficio de lo comunitario, sino el de satisfacer un conjunto de aspiraciones, psicológicas y materiales, que, por su misma imposibilidad de ser colmadas, dotarán a la esfera de la existencia colectiva de esa peculiar amalgama de resentimiento, individualismo y frustración tan característica de las sociedades contemporáneas.
Sucede, como no podía ser de otro modo, que la desaparición de figuras ejemplares se compadece con el modelo de individuo al que aspira esa especie de totalitarismo blando que padecemos. Nuestra clase gobernante queda a diario retratada mediante la exhibición de unos estándares políticos, éticos y —en determinados casos también— intelectuales cuya descripción va camino de agotar todos los calificativos. Se entiende, pues, el interés en que la verdadera ejemplaridad, aquella que entraña la puesta en práctica de cualidades tales como la valentía, el honor, la fidelidad a la palabra dada o la disposición a sacrificarse por los demás, se hallen prácticamente ausentes del panorama mediático.
Así pues, nada más letal para un poder envilecido que permitir que la sociedad se articule en torno al testimonio de un puñado de hombres y mujeres dignos de admiración. Por el contrario, a lo que ese poder tenderá será a la intoxicación ideológica de hasta la última fibra del tejido social. Sus expectativas de triunfo —su horizonte de supervivencia, en realidad, que marca el alcance de nuestro fracaso— dependen de ello.
¿Y no hay entonces lugar para el destello esperanzador del acto eximio y gratuito, para que la decencia del hombre común arroje un reproche de deshonor al rostro pétreo de los artífices de nuestro tiempo? Claro que lo hay. Lo hay en la perseverancia de quienes, contra la hostilidad de las leyes y la fiereza de la corriente dominante, se obstinan en hacer de cada día un empeño de laboriosidad, rectitud y abnegación. Y lo hay también en algunos testimonios que rebasan la estrechez de los confines a los que parecían condenados y alcanzan de improviso una repercusión multitudinaria. Fue lo que sucedió a finales de noviembre del pasado año, cuando el escritor Santiago Posteguillo aprovechó una conferencia que estaba impartiendo en el Senado para relatar la experiencia terrorífica que acababa de vivir en Paiporta. De golpe, con una voz calmada y firme, su intervención se elevó a la altura de un documento que merece perdurar como la escueta crónica de un régimen agonizante. Fueron palabras en las que sentimos que la dignidad ultrajada de las víctimas quedaba hasta cierto punto resarcida. Todo lo que se había intentado ocultar quedaba expuesto a la luz porque un hombre estaba haciendo lo que tenía que hacer, sencillamente.
Escuchen esas palabras, bañadas en una indignación melancólica, ceñidas por un dolorido estupor reciente: la escandalosa imprevisión anterior a la catástrofe, la escalofriante omisión del deber de socorro que se prolongó durante días. Escúchenlo de nuevo, esos apenas diez minutos. Sobrepongámonos a nuestra propension a la amnesia, al estruendo de la actualidad más rabiosa, para no olvidar que aquello sucedió. Porque la voz de este hombre, su tono pausado, sereno, su tristeza dominada y suave, nos recuerdan que no estamos condenados a ser los siervos dóciles de un poder negligente y, en ocasiones, perverso. «Los pueblos que olvidan a sus héroes son los pueblos que ya no saben qué pintan en la historia», advierte Robert Redeker. Y aunque es seguro que Posteguillo no se ve a sí mismo como un héroe, todos hemos de agradecerle, al cabo de los meses y durante mucho tiempo todavía, que, en mitad de esta nada, su voz insuflara en el agonizante espíritu de nuestra nación un latido de dignidad, el soplo de una heroicidad casi doméstica.