«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Van Cliburn

23 de enero de 2025

Estamos en 1958 y se celebra el primer Concurso Internacional Chaikovski de piano, un acontecimiento diseñado para mostrar al mundo la superioridad cultural soviética en plena Guerra Fría. Un año después de que la perrita Laika orbitase la Tierra a bordo del Sputnik 2 y cuatro antes de que la crisis de los misiles de Cuba a punto estuviese de verificar nuestras pesadillas nucleares, la Unión Soviética se engalana para decirle a los norteamericanos y al mundo que cuando se trata de la mejor música también ellos mandan. Lev Vlassenko, el héroe local que dos años antes se ha hecho con la medalla de oro en el prestigioso certamen Franz Liszt en Budapest, está preparado para ser uncido con los laureles.

Entonces se produce la conmoción. Un desgarbado joven de Luisiana de veinticuatro años se sube al escenario y acomete con furia el primer concierto de Chaikovski, para luego atreverse con una de las piezas más difíciles del repertorio, el tercero de Rajmáninov. El público dispensa a la maravillosa actuación de Van Cliburn —que ese mismo año grabó en un descomunal disco— una ovación de ocho minutos. El jurado soviético, temblando de pies a cabeza, pide permiso a Nikita Jrushchov para conceder el primer premio a un estadounidense. «¿Es el mejor?», pregunta el mandatario. El jurado asiente unánimemente. «¡Entonces denle el premio!».

Lo que me fascina de este hecho histórico es cuanto mal dice de la polarización nuestra. Es decir: en el mundo más geopolíticamente polarizado que ha existido aún había arrestos para reconocer al mejor aunque engrosase las filas del adversario político. Nosotros, en cambio, y por ejemplo en nuestro país le negamos el pan y la sal al otro sencillamente porque se nos opone ideológicamente. Y entonces la gente desprecia a Pérez-Reverte por carca y facha, y es incapaz de reconocer las maravillas de Territorio comanche o El pintor de batallas; y es «una escritora menor de literatura para mujeres» la extraordinaria Almudena Grandes.

Urge reconocer que hay cosas cuyo valor sobrepuja nuestras filias y fobias. Llevamos demasiado tiempo decidiendo qué ver o escuchar —con qué alimentar nuestro espíritu— en función de cómo nos caigan quienes lo realizan. El cine español, por ejemplo, contiene joyas, a pesar del esperpento partidista que organiza cada gala de los Goya; no hay que juzgar su arte por eso. Si son pesados y maniqueos con la guerra civil, no veamos esas películas, pero no nos privemos en bloque del talento cinematográfico de los nuestros. Tampoco es que haya que aplaudir un cine porque sea patrio (el chovinismo no ayuda a nadie); pero al menos acudamos con ojos limpios a cualquier arte, prestos a ser deslumbrados, y que sea lo que Dios quiera, es decir, lo que el artista consiga.

No se me olvida, en cuanto a esto, la pila de años que en Israel se privaron de Wagner y Strauss, el primero, por antisemita, y el segundo por su estrecha relación con el partido nazi, con el que, a pesar de ser miembro, tuvo relaciones tensas, por más que muchos suelan quedarse con alguna foto inconveniente del maestro con sus gerifaltes. Cuando en noviembre de 1956 la Orquesta Filarmónica de Israel quiso incorporar selecciones de la ópera Don Juan en una serie de conciertos, emitió este comunicado: «La interpretación de obras de Richard Wagner y Richard Strauss es, en la opinión de todos los expertos reconocidos, obligatoria en todo país que busca promover la cultura musical y la educación del público general, particularmente jóvenes». A esto contestó el movimiento juvenil nacional: «¡No profanen la atmósfera de nuestro Estado con música nazi!». Aparecieron esvásticas pintarrajeadas sobre algunos pósteres promocionales del concierto; finalmente, Strauss quedó fuera del programa. Hubo que esperar a los años noventa y nuestro Daniel Baremboim para que se impusiese la cordura.

Merece la pena, al abordar este asunto, distinguir el fondo de la forma, y el artista en sus ratos libres y sus adscripciones ideológicas de quienes se dedican a otras cosas. Me sumo, en este sentido, a quienes piensan que el despido del tal Pedro Vallín por el diario La Vanguardia no fue «cultura de la cancelación». He visto a pocas personas conducirse de manera más sectaria y desagradable en redes sociales; y estos foros no dejan de ser nuestras cibernéticas calles. ¿Por qué querría una empresa privada con exposición pública contratar a alguien que recurridamente insulta, veja y se mofa de todo quisque? El nauseabundo tuit sobre la dana que evacuó no fue más que la gota que colmó el vaso de alguien que se conduce fuera de edad como un perfecto adolescente. Y el caso es que no existe el derecho a ser impresentable. Traspasado un umbral, las formas no están recogidas en lo que llamamos «libertad de expresión»; una cosa es la ironía, incluso el sarcasmo, y otra la bajeza practicada en serie. Dicha libertad ampara los juicios, no la mala educación, y tampoco la mala baba.

Estamos jibarizando el mundo a fuerza de polarizarlo. «Más del 80% de españoles dejaría de salir con alguien que no es de su misma ideología política, según un estudio«, titulaba hace unas semanas un artículo de Elle. Señoras y señores: esto es un auténtico disparate. No podemos ceder ni nuestra sensibilidad artística ni mucho menos nuestro corazón a los traficantes políticos. Lo de levantar muros, se lo ruego, se lo vamos a dejar a los presidentes irresponsables a los que la historia colocará donde merecen.

La revista Time dedicó una portada a Van Cliburn, proclamándolo «el tejano que conquistó Rusia». A su vuelta fue el primer —y el último— músico clásico al que se le dispensó ese fastuoso desfile que los estadounidenses llaman ticker tape parade, con su coche oficial descapotable, su comitiva y su lluvia de papelillos y aclamaciones. Al ser recibido en el ayuntamiento de Nueva York, dirigió estas palabras al público: «Les estoy enormemente agradecido por estos honores, pero lo que más me emociona es que se honre a la música clásica. Solo soy uno de tantos: un testigo y un mensajero». ¿Cuándo recuperaremos nosotros esta necesaria grandeza, la de separar el mensaje del mensajero?

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