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La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

Veinticuatro horas sin mentir

1 de marzo de 2021

Tendría yo cosa de diez años cuando vi en el cine Narváez, de Madrid, que estaba muy cerca de mi casa y que ya, como casi todo lo restante, no existe, una película del actor cómico Bob Hope, a la sazón muy conocido y hoy olvidado, que me encantó, me impactó y en la que nunca he dejado de pensar. Se llamaba como hoy se llama esta columna: Veinticuatro horas sin mentir. Seguro que José Luis Garci, el hombre de la infinita memoria cinematográfica, que también solía frecuentar ese local de risas, sobresaltos, besos y sueños en sus años infantiles, la recordará.

Bob Hope, en ella, por alguna razón que he olvidado, se comprometía, mediante apuesta, a estar un día entero sin mentir así fuese por mera educación o, simplemente, delicadeza. Por ejemplo: si se cruzaba con una señora fea, gorda y bigotuda o con un señor barrigón, pelón y con tantas arrugas en su facies como las de una castaña pilonga, se lo espetaba sin escurrir el bulto, dorar la píldora ni recurrir al silencio. 

Hasel, mi estimado héroe de la asnalidad lírica, no lleva tilde, que también rima, por cierto, con algo que tú nunca serás: humilde

Huelga aclarar y sobra ponderar el pandemónium, cifostio, griterío, zipizape y marimorena que su conducta suscitaba. Ponía el mundo patas arriba. Se armaba la de san Quintín. No quedaba títere con cabeza. Dejaba a sus espaldas tierra quemada. Tras él venía el diluvio. Y todo eso daba pie a situaciones y gags de contundente comicidad y descacharrante hilaridad. Quizá, si volviese a ver ahora la película, no me reiría tanto como entonces me reí, pues también los mecanismos del humor, como todos los cánones, se desgastan y mudan con el correr del tiempo.

¿Por qué traigo todo esto a colación tantísimos años después? Es la estricta actualidad la que me mueve a hacerlo. Ayer mismo, por el sábado, y van ya diez jornadas de estúpido y maligno alboroto callejero, la horda de quienes confunden la libertad de expresión con la de agresión volvió a hacer de las suyas en las calles más pintonas de la capital de Cataluña y acaso, pues eso ya no lo sé, en las de otras ciudades tan españolas, mal que eso pese a quienes quieren fragmentar y pulverizar la nación, indivisible, en la que nacieron como si fuese uno de esos enojosos cálculos de pedrería y urea que a veces se instalan en los conductos del sistema renal de las personas.  

Lo que está sucediendo en pro de la excarcelación de un zoquete gramaticida que odia a sus semejantes, y más aún a quienes, por suerte para ellos, no lo son, es algo similar a la iracunda zapatiesta provocada por Bob Hope el día en que estuvo veinticuatro horas sin mentir y clama al cielo de la sensatez como clamaban al de Jehová las licenciosas costumbres de los vecinos de Sodoma y Gomorra. Sírvanme de metáfora, y sólo de metáfora, para que no se me enfaden los de la LGTBIQXYZ (y llevo dos), ambos topónimos, aunque también cabría sustituirlos por los de Vandalia, Manifestalia y Asnalfabética, de estricta aplicación todos ellos, y más que habría, a ese campo de Agramante y de rumiantes en el que las alimañas han convertido España. 

La libertad de expresión no debería ser ilimitada, por ser de rango inferior a otras que la de agresión conculca

Las rimas consonantes, por malsonantes que sean, del párrafo anterior son intencionadas y lo de gramaticida es una colleja asestada en el obtuso cogote minicéfalo de quien no sabe ni siquiera escribir su seudónimo sin cometer una falta de ortografía. Hasel, mi estimado héroe de la asnalidad lírica, no lleva tilde, que también rima, por cierto, con algo que tú nunca serás: humilde. La llevaría sólo sobre la a de aaaaasno si ese seudónimo fuese heterónimo y se acomodase a tus ripios, a tus berridos, a tus rebuznos y a tu conducta. 

Disculpe vuecencia esta ristra de dicterios en gracia a esa libertad de expresión y de agresión que tus cachorros reivindican. Reconocerás, supongo, y reconocerán ellos, que también yo, aunque me consideren facha, tengo derecho a ella. 

Urge achicar, perimetrar (horrenda e inútil palabreja que los gestores sanitarios, con el inefable Simón a la cabeza, y los locutores de la radio y de la tele, siempre serviles y proclives a hacer suya la voz de sus amos, han puesto de moda), y precisar el territorio semántico de la libertad de expresión, que no debería ser ilimitada, por ser de rango inferior a otras que la de agresión conculca. Quien lo dice es un escritor que no por serlo cree que su sacrosanto derecho a escribir lo que piensa le autoriza a insultar, a ofender, a burlarse de las instituciones y de las personas que las encarnan, a agredir, en definitiva, al prójimo y, last but not least, a hacerlo con faltas de ortografía, de sintaxis, de léxico y de sindéresis.

Yo, por ejemplo, me muerdo, llegado a este punto, la lengua y renuncio momentáneamente al pleno ejercicio de mi libertad de expresión

A punto ya de terminar esta columna me entero de que ayer, en Barcelona, un grupo de facinerosos prendieron fuego a un vehículo de la policía con la evidente intención de quemar a la persona que estaba dentro y que consiguió escapar a las llamas gracias a la ayuda de un compañero. Eso ya son palabras mayores. Eso ya es tentativa de asesinato con todas las agravantes posibles, y no es la primera vez que semejante barbaridad se acomete. No será, tampoco, la última si quienes pueden y deben salir en defensa de las leyes y cuidar de su implacable aplicación con toda la contundencia que es del caso se enrocan en la permisividad, miran al tendido en vez de echarse al quite de lo que en el ruedo ibérico sucede y se enrocan en los melindres de un supuesto Estado de Derecho que en contra de sí mismo da derecho a hacerlo todo. Y no a todos, por cierto, sino a algunos.

¿Libertad de expresión ilimitada, señoritos de la ceja izquierda, o libertad de agresión caiga quien caiga? Recuperen los cabales. La mesura, dijo Aristóteles, no es censura, sino cordura. Yo, por ejemplo, me muerdo, llegado a este punto, la lengua y renuncio momentáneamente al pleno ejercicio de mi libertad de expresión no vaya a ser que por decir lo que pienso acabe con un sambenito en la picota. 

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