Todo lo que aconteció el pasado lunes en el Parlamento catalán fue bochornoso. No se recuerda un acto tan humillante y con tanta violencia en el parlamentarismo español, como el que allí se vivió en el marco de la comisión que investiga las responsabilidades por abusos bancarios. La comparecencia del ex presidente de Bankia, Rodrigo Rato fue de alta tensión. Los representantes de ERC, ICV y CUP la emprendieron contra Rato en un linchamiento verbal sin precedentes, hasta el punto de que se utilizaron contra él calificativos como “gánster”, “ladrón” o “carroñero”, y lo que es peor, con la anuencia de la mesa y de todos los allí presentes. ¿Adónde hemos llegado, para que el Parlamento en lugar de ser un foro de debate se convierta en un campo de linchamiento y nadie, absolutamente nadie reaccione y ponga fin a semejante dislate?
El ex banquero aguantó el chaparrón con aparente impasibilidad y se mantuvo imperturbable cuando Josep Vendrell, de ICV, le espetó que “pertenece a la élite carroñera”. Pero los insultos subieron de tono en el turno del representante y portavoz de CUP, David Fernández, quién tildó a Rato de “gánster” y “mafioso” mientras esgrimía amenazante un zapato. Ni el mismo Lenin lo habría hecho mejor. Sólo faltó la guinda de la agresión física, pero por fortuna el zapato se quedó en la mano del violento y lenguaraz parlamentario.
Los hechos son absolutamente lamentables. Una cosa es criticar la gestión del ex banquero en Bankia y otra muy distinta el uso de la violencia. Es inadmisible que en un Parlamento que se dice democrático se insulte a un compareciente que, por no tener, no tenía ni la obligación de acudir. La presidenta de la Comisión debería haber llamado al orden a los diputados. Pero esto no ocurrió, en una actitud que, desgraciadamente, empieza a ser cotidiana en nuestras instituciones. La izquierda radical no se ha conformado con tomar la calle y ha decidido tomar el Parlamento de forma violenta que es de la la única manera que saben hacerlo los incompetentes
Parece como si los españoles estuviéramos resignados a aceptar estos comportamientos como si fuera algo normal. El todo vale campa a sus anchas, y no, no todo vale. No se puede intimidar a la gente en sus casas, ni se pueden asaltar impunemente los supermercados, ni convertir las sedes parlamentarias en campos de linchamiento, ni esparcir las basuras por las calles y hacer astillas con el mobiliario urbano. A estos cafres alguien debería pararles los pies y colocarlos en su sitio, que no es precisamente el parlamento –como así ocurre– sino entre rejas. Pero no hay valor para hacerlo, aunque esa es otra cuestión.