«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Alicante, 1987. Escribe noticias desde que tiene uso de razón. Ha trabajado en radio, prensa escrita y televisión en medios como Radio Intereconomía, El Toro TV y Okdiario. Siempre en los últimos reductos de la libertad de expresión.
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Vocación

7 de enero de 2023

Llevo tres semanas insoportable, sin escribir casi nada de política. Disculpen, es la Navidad. Hoy que ya la hemos terminado y que ayer nos llenaron de regalos los Reyes Magos prometo poner fin a esta serie de textos y volver a castigarles semanalmente con la vida y milagros de Irene Montero. Si fuera Juan Manuel de Prada, este sábado sería un día ideal para empezar citando a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan. Pero yo tengo padres y tres hermanos, así que cada semana me leen por lo menos cinco. Porque les obligo.

El inicio del año ha sido un poco menos alegre de lo esperado por la muerte de Benedicto XVI, pero también muy inspirador al tener la posibilidad de repasar en profundidad su figura. En parte gracias a La Gaceta, que cubrió este aspecto como pocos medios en lengua española. Aún así, de todos los artículos sobre la profundidad teológica del Papa, el que hizo que me llegara la inspiración en el lugar menos pensado fue el de Javier Villamor, que en una carta en la que pedía perdón a Joseph Ratzinger por lo que él consideraba fallos actuales y de juventud, decía que no acababa de entender dónde debía estar dentro de la Iglesias y dónde debe estar esta. Qué nos queda a los católicos que no nos vemos a veces demasiado reflejados en el actual Pontífice. Y estas palabras me hicieron pensar. 

Porque Javier Villamor tiene, –no me lo invento, tengo enchufe y lo he hablado muchas veces con él– una vocación que a veces no consideramos como tal: la de padre de familia. Yo voy más allá: tengo vocación de madre de familia numerosa, aunque de momento no he tenido la suerte de llegar a serlo. Los católicos rasos valoramos y bendecimos las pocas vocaciones religiosas de la actualidad. Y hacemos bien porque las necesitamos. Los sacerdotes y monjas que rezan por nosotros merecen que cuidemos sus vocaciones como los tesoros espirituales que son. Sin ellos no hay salvación. Pero si ellos son la primera línea de nuestro ejército, la caballería, pongamos por ejemplo, nosotros, las familias católicas, somos su retaguardia. Como poco arqueros. Los que, por tener una vida más mundana, estamos más en contacto día a día con el mal. Y los que, no es poca cosa, guardamos a los que en la Iglesia vendrán después. Los que transmitimos la Fe a nuestros niños en una sociedad en la que tenerla ya no se considera una gracia.

Tener familia es, al menos por un tiempo, no tener nada y ser feliz. Sin dar, ni muchísimo menos, gusto a Klaus Schwab. Es sacrificarse no por resignación sino para dar lo mejor a otros a los que quieres más que a tí. No darte mechas un año entero porque se te juntan dos hijos usando pañales, no hacer nunca viajes de dos porque al cuarto de los niños hay que añadirle una cama nido, o no salir a cenar cuando nos gustaría porque el gas está muy caro pero una casa familiar tiene que estar calentita. Es darle rienda suelta a nuestro instinto milenario de proveer al más débil que nosotros. Es saber que nosotros ya no somos solo un hombre o una mujer que vaga por el mundo, sino que trascendemos al menos durante varias generaciones porque no morimos definitivamente mientras nuestro recuerdo permanece en la memoria de alguien que nos quiso. 

Ser papá –o mamá, que no quiero líos– es tener que hacer de profe, de enfermera, de cocinero o de chófer. Es llegar a las ocho de la tarde con un recién nacido en brazos preguntándote cómo es posible que no hayas conseguido ducharte. Es comprender de golpe en pocos días el porqué de la privación de sueño usada como método de tortura nazi. Es acostarte muchas veces sintiéndote una bruja porque ese día sólo has corregido a los niños. Y es ser incapaz de no volverlo a repetir al día siguiente porque quieres a tu hijo y quieres que aprenda a vivir en sociedad aunque eso te obligue a corregirlo sin parar. Es aprender a toser como un fumador de puros para los momentos en que los angelitos digan en el ascensor que vaya nariz tan grande tiene la vecina o delante de su profesora que por qué ella puede decir culo si tú en casa le haces decir trasero o pompis. 

Es preocuparse ya cada día de lo que te queda de vida. Es volver a no dormir cuando llegan a la adolescencia. Es no hacer cena para ti porque sabes que te tocará hacer de coche escoba. Es asumir que te destrozarán el matrimonio y que por ellos y sólo por ellos tratarás de reconstruirlo después. Es por ellos por lo que aprenderás a saber cuándo rendirte. Y a acompañarlos en el fracaso cuando llegue. Que llegará. Es sentirte orgulloso cuando se van porque aunque tu trabajo ni mucho menos acaba, has triunfado. Es, si todo sale bien, tener una mano que agarre la tuya cuando te vayas de este mundo.

Tener hijos es, creo, lo más sacrificado que hay. Y sin embargo, la opción más preciosa que la vida nos da. Ellos no apreciarán tu labor hasta que tengan los suyos propios. O incluso ni en ese momento. Pero da igual, porque tú sí. Enhorabuena, papás y mamás. Sois lo más que se puede ser.

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