La CIA, como la abrumadora mayoría de lo comentaristas y expertos geopolíticos del momento, nos juraba en los Ochenta que la Unión Soviética estaba hecha un chaval y que le quedaba cuerda para rato. Y entonces se desplomó como las Torres Gemelas una década después, casi sin ruido. Fue extraordinariamente dulce de contemplar para quienes pudimos hacerlo.
Parecía tan desesperantemente sólida. Ya había pasado la época de las grandes matanzas y era, en un sentido, peor; era la normalización perfecta de la miseria, era la opresión aceptada con resignación y el ejército más terrorífico de la tierra. Y se vino abajo y todos pudimos ver cuánto de purpurina desconchada había en sus laureles, qué inútil era para esas masas, durante décadas, la propaganda incesante.
Y a algunos afortunados se nos ha dado la posibilidad de ver algo similar dos veces. Porque eso ha sido lo de este martes, la victoria del ‘Comeback Kid’ de piel anaranjada. Y es que, siendo importante el propio Trump, el personaje es casi lo de menos en este prodigio.
Barrió. No hubo condado donde no creciera el voto a Trump (iba a decir «voto republicano», pero eso sería equívoco), ni «colectivo» de votantes: negros, hispanos, mujeres, nativos americanos, homosexuales, lo que se quiera. Ganó el colegio electoral y el voto popular, como en un eco del propio Trump: Vamos a ganar; vamos a ganar tanto que vais a decir: «no podemos más, estamos cansados de ganar tanto».
Pero no es un hombre lo que hemos visto ganar; es un adoctrinamiento no menor ni menos incesante que el soviético el que hemos visto desplomarse. Por eso lloran las redacciones y hay llanto y crujir de dientes en las grandes cadenas, porque sus días están contados.
Hemos descubierto, de golpe, que a la gente normal aún le importan más las cosas normales que afectan a su vida normal que las obsesiones de una casta que parece vivir en otro planeta. Estos días se han reunido en innumerables los voceros demócratas (del partido) en todos los medios y estamentos políticos para sacar lecciones del fracaso y han llegado a la conclusión de que el pueblo norteamericano «no está preparado» para que le gobierne una mujer. Otros han apuntado que ha tenido igual peso el hecho de que Kamala es birracial, lo que la hace aborrecible para Joe Yankee. Y, por supuesto, desesperan, como ha hecho el «humorista» (con muchas comillas) Stephen Colbert, concluyendo que el vulgo ha optado democráticamente por destruir la democracia.
En ningún momento, en todas las tertulias y prédicas televisivas que me he tragado, se le ocurre a nadie que la gente quizá no rechace a Kamala por ser mujer, sino por ser Kamala. No se les pasa por la cabeza que elegir a una mujer por su sexo es el acto más sexista imaginable, que presupone que no son individuos con libre agencia y personalidades propias, sino meros símbolos, simples representantes de un colectivo de seres de luz.
Tampoco ven la contradicción entre pontificar sobre el racismo de Estados Unidos, que le impide elegir a una mujer birracial, y los dos mandatos de Barak Obama. Ni parecen recordar, asombrados de que la chusma haya ignorado su alerta sobre la amenaza que supone Trump para la democracia, el pequeño detalle de que ya ha gobernado durante cuatro años. No sé, quizá la gente corriente tenga vagos recuerdos de aquellos tiempos lejanos.
Esa es nuestra esperanza, también aquí, a este lado del Atlántico. El modelo de control ideológico y material que nos van imponiendo poco a poco nuestros mandarines se basa en cimientos inviables. El pensamiento único parece tan sólido como el Politburó de antaño, pero no tiene vida, no tiene recorrido. La ideología de género, el feminismo, nos llevan indefectiblemente al callejón sin salida de la extinción demográfica. El culto del Cambio Climático nos conduce a la miseria. El autoodio nacional implícito en todas sus políticas globalista aboca a la desaparición y el caos.
Pero quizá no es tan fuerte. Quizá es un tenderete tuneado con efectos especiales y detrás de la cortina no hay un gigante todopoderoso, sino un tipo menudo, débil y enfermizo al que se le puede derribar con un soplido. Y con un proceso electoral.