«Estrategias de co-regulación si tu hijo lo pide todo a gritos, por el neuropsicólogo Álvaro Bilbao» (subtítulo: «No te enfades con ellos») es una pequeña obra de arte de la educación posmoderna. «Las rabietas y los gritos de los niños pueden ser uno de los mayores desafíos para los padres», asegura Bilbao, que es neurocientífico. Si el artículo nos ordena no enfadarnos con ellos —¿hay algo más asertivo y educador que el enfado?—, imagínese lo que le parecerá que les castiguemos. Según el modelo que promueve Bilbao, llamado Disciplina Positiva, los premios y los castigos «domestican, no educan». No hay «relación lógica» entre los gritos del niño y los castigos, y en realidad estos últimos son un resabio rancio del «modelo autoritario».
No hay por qué dudar de las bondades de todo nuevo enfoque; se aprende en casi todas partes. Pero el hecho es que mi abuela Mercedes, que en paz descanse, que no pudo estudiar y crio dos grandes hijos, no necesitó de la coregulación para solucionar el que no es, ni de lejos, «uno de los mayores desafíos para los padres» (sic), sino uno de los más triviales. Los niños tienen deseos diversos y al no satisfacerlos de inmediato, porque aún no desarrollaron la paciencia, se frustran; y son esencialmente egoístas, como es natural, porque aún no han sido civilizados. Hay que explicarles que viven con otra gente y no son el centro del mundo, y que convivir conlleva que no puedes tenerlo todo y menos cuando te apetezca. Con calma se les puede contar todo eso, y avisarles, en caso de que persistan, de las consecuencias que va a acarrearles, en forma de perder otras cosas que también les apetecen. Además, diga lo que diga Bilbao, enfadarse está fenomenal —y puedo uno enfadarse perfectamente sin gritar—, porque a un hijo debe importarle el estado de ánimo de sus padres. Así de fácilmente los entrenamos, de una tacada, en ética, civilidad y empatía. Y les voy a decir cuántos niños están hoy en el psicólogo por haber pasado por este método de instrucción milenario: cero.
El texto tiene otras perlas que harán sonreír a muchos padres: «La segunda técnica consiste en interesarse por el motivo de su enfado», como si eso no soliese ser más que patente, o «es muy importante comunicarle que no vamos a hablar con personas que nos gritan», que es como uno se dirigiría a un cliente en el mostrador tras el que lo atiende. Pero no son estas obviedades las que me preocupan. Tenemos que hablar de que haya padres que en 2024 necesiten un artículo, un curso o un lo que sea de un neuropsicólogo para afrontar hasta lo más básico. A mí es eso lo que me inquieta, y no un berrinche, que es la A de la paternidad. Padres, abuelos, otros familiares, amigos, la mera observación y el prueba-error, que por supuesto es el principal método de todo padre; ¿cómo es que ahora hay que acudir a un neuropsicólogo para saber cómo tratar estas cosas?
Esta es la hipótesis de mi artículo: ya no hay gente, sólo expertos. La gentes está sola, por elección o por circunstancias, y del mismo modo que acude a un coach para saber qué hacer con su vida —mamma mia—, pregunta a un tipo que se ha formado en el Hospital Johns Hopkins y el Instituto Kennedy Krieger (no estoy bromeando) qué debe hacer cuando su hijo se tira al suelo y berrea en el pasillo de las chuches del Carrefour un martes. Por no hablar, claro está, del coste que tiene como sociedad formar a alguien en psicopatología o endocrinología y mandarlo a hacer cursos de ampliación y prácticas hospitalarias y doctorados para terminar ocupándose de estos ínfimos asuntos.
¿Qué hacía antes un padre sin experiencia, además de observar y acudir al desván de su memoria (a poco que hubiera tenido un poco de suerte en lo vivido)? Preguntar a su madre o a su abuela. Lo hemos dejado de hacer; eso es lo que merece nuestros desvelos. Fast Company, revista especializada en tecnología, diseño y mundo de los negocios, afirmaba en un uno de sus rimbombantes titulares: «La experiencia está pasada de moda». La progresolatría, que es el natural aliado de estos vendedores de humo corporativos, ha remachado la jugada incluyendo en la fachosfera todo lo que suene antiguo, vale decir, maduro. A los padres no se los llama, y a los abuelos ni se los visita; ergo, el alboroto de los expertos.
Cada experto que ocupa un espacio destinado, por la trivialidad de los problemas, al consejo de quienes nos quieren, ha de encender una señal de alarma sobre lo solos que estamos. También sobre cómo hemos tecnificado los aspectos más corrientes de nuestra existencia. Lo uno, en realidad, se sigue de lo otro. Se nos hace todo cuesta arriba, más que nada, porque hemos sido convencidos para ser unidades autosatisfechas —independencia lo llaman— y a la deriva: tontos útiles de los pastores políticos y del consumo. En Una historia de amor y oscuridad, Amos Oz escribe: «La soledad, decía mi madre, es como un fuerte martillazo: hace añicos el cristal, pero templa el acero». No creo que lo que llevamos de siglo XXI arroje dudas sobre de qué material estamos nosotros hechos.
Álvaro Bilbao vende cientos de miles de libros y un número indeterminado de cursos con sus consejos; y yo que me alegro. Cualquier divulgador honesto debe ser bienvenido, y cada cual que se gana la vida sin engañar a los demás verá cómo me quito el sombrero. Pero su éxito es indicativo de hasta qué punto está extraviada la gente en general, y en particular los padres. Me pregunto cuánto hay que despreciar la experiencia y como de adanista hay que ser para suponer que la rabieta de un niño no es un problema que hayamos solucionado, sin ayuda científica, los pedestres mortales hace mucho. Y si me duele es porque apunta al ocaso de la gente, que es la gloria de este mundo. «Esto va por toda esa gente solitaria que piensa que la vida ha pasado de largo», cantaban los America en Lonely People: «Nunca lo sabréis hasta que lo intentéis».
Dejemos de mirar el dedo que apunta la luna: volvamos a juntarnos y a escuchar a quienes nos quieren o estaremos perdidos.