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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
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Ya no somos Roma: somos Cartago

12 de marzo de 2024

Eso que aún se llama Occidente siempre se ha considerado heredero de Roma, tanto de la Roma cristiana como de la Roma pagana. Hoy, sin embargo, uno mira alrededor y constata que no nos parecemos tanto a Roma como a su gran enemiga: Cartago.

La oposición entre Roma y Cartago es un clásico de la Historia universal, porque no es fácil encontrar ejemplos de dos potencias tan radicalmente distintas en todos los órdenes. Si Roma era la política (incluidos sus aspectos más salvajes), Cartago era el comercio (incluidos sus aspectos más salvajes también). Cartago, heredera de los fenicios, no era exactamente una república, sino más bien una oligarquía comercial donde los grandes clanes de mercaderes imponían su ley. Si Roma creaba ciudades, Cartago se expandía a base de colonias económicas. Cartago tampoco tenia nada parecido a un ejército popular y «nacional», sino que hacía la guerra con grandes contingentes de mercenarios, profesionales unos, reclutados a la fuerza otros. En cuanto a su religión, en Roma se rendía culto a un panteón trifuncional hermano del de los otros pueblos europeos, mientras que Cartago veneraba a deidades de inequívoco cuño asiático. Por eso Roma es la figura de Occidente y Cartago, la de Oriente.

Entre sus costumbres religiosas, los cartagineses tenían una que llenaba de espanto a los cronistas de la época y que consistía en sacrificar niños a un dios que la tradición nos ha legado como Moloch y que en realidad corresponde a Baal (dejémoslo en Moloch-Baal). Al tal Moloch-Baal se lo representaba como un gran becerro de bronce con las manos extendidas y en cuyo interior se encendía fuego. Cuando las cosas venían mal dadas, los cartagineses cogían a sus hijos y los ofrendaban al fuego de Baal a modo de tributo. Plutarco, que escribió en el siglo I, lo cuenta así: «Ellos en persona sacrificaban a sus propios hijos y los que no tenían hijos, comprando los hijos a los pobres, los sacrificaban como a corderos o polluelos. La madre estaba presente, inflexible y sin llorar, y si se lamentaba o lloraba, debía perder el dinero, y su hijo, no obstante, era sacrificado, y todo el espacio delante de la imagen se llenaba de ruido de tocadores de flautas y de tambores, para que no pudieran ser oídos los gritos pidiendo ayuda». Otros autores describen además la horrible contracción de los cuerpos de los niños al ser devorados por el fuego. Cierto que la vida en la Roma de aquel tiempo no valía gran cosa, pero incluso a aquellos romanos les horrorizaba semejante práctica. No por ternura, sino por lo antinatural.

Hace unos pocos días, el parlamento francés aprobó por abrumadora mayoría consagrar en su Constitución el aborto como un derecho. Al ver a toda aquella gente aplaudiendo y riendo, tan feliz por su decisión, no pude evitar que me viniera a la cabeza la imagen de los cartagineses entregando a sus hijos al fuego de Moloch-Baal. Y los que no tienen hijos, como el presidente Macron o el primer ministro Attal, se los cogen a los pobres. Igual que los cartagineses.

Cartago y Roma, como es sabido, sostuvieron tres largas guerras: las guerras púnicas. Eran dos mundos inconciliables. «Carthago delenda est«, concluía todos sus discursos Catón el Viejo, viniera o no a cuento: «Cartago debe ser destruida». Finalmente lo fue. En la primavera del año 146 a.C., y después de un largo asedio, Escipión Emiliano tomó la ciudad y la arrasó hasta los cimientos. Y nada quedó de Cartago. Dicen que Escipión lloró ante la destrucción y evocó unos versos de la Ilíada: «Llegará también un día en que perecerá Troya, la santa». Quería decir que también Roma podía perecer como lo había hecho Cartago. Ya ha empezado a hacerlo con esos parlamentarios franceses que aplaudían, emocionados, al arrojar a sus hijos a un Moloch-Baal al que ahora llaman «constitución»

En efecto, Carthago delenda est.

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