«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Co-Editor en Jefe del medio estadounidense El American. Periodista y columnista venezolano, con estudios de Historia de Venezuela. Es autor del libro 'Días de sumisión'.
Co-Editor en Jefe del medio estadounidense El American. Periodista y columnista venezolano, con estudios de Historia de Venezuela. Es autor del libro 'Días de sumisión'.

Yulimar nos hizo felices

5 de agosto de 2021

Es compleja la relación con el talento venezolano. Áspera. Sobre todo cuando el talento depende del Estado, como es el caso de los deportistas. Pero el deporte alegra y emociona como absolutamente nada más lo hace, porque además junta. Y eso fue lo que ocurrió este domingo a las 7 de la mañana, cuando Yulimar Rojas triunfó.

Venezuela se juntó para ver en lo más alto –y con una ventaja inhumana sobre el resto de las participantes– a un talento que parió, que forjó. De una manera grandiosa, Yulimar empezó la final marcando un récord olímpico y la terminó, al sexto intento, con un récord mundial.

Sin rubor, tajante: estamos viviendo en los tiempos de la mejor atleta que ha nacido en Venezuela, la mejor atleta del momento en su disciplina y una de las atletas más importantes de la historia del deporte.

Ella, que nació en Caracas pero que vivió en Anzoátegui, tan cerca del Caribe y del Orinoco. Que come pabellón, que sabe quién es Simón Díaz y habla, en el fondo, como nosotros. Nuestra, parecida a nosotros, a lo que nos rodeaba y lo que extrañamos. Glorificada en Tokio, admirada por el resto de grandes atletas, cubierta por The Guardian, The New York Times y tanta prensa que tantos leen.

Yulimar pasó a la historia. Michael Phelps, Usain Bolt, Larisa Latýnina, Nadia Comăneci, Roger Federer, Tiger Woods, Simone Biles y Yulimar Rojas. Su salto y su carisma.

¿Qué carajos se hace cuando eso pasa sino celebrar? Cuando uno, siendo venezolano, tiene el privilegio de vivir ese momento. Toca sonreír, aplaudirla, hacerla nuestra. Porque hay una pugna. La vida no nos ha sonreído en mucho, como ayer me decía Héctor Schamis, un gran amigo, pero ahora lo hace, con el triunfo de este fenómeno que se crió en Anzoátegui, entre la rabiosa pobreza.

El chavismo, que tiene más de veinte años controlando cada aspecto de Venezuela, la quiere suya. Quiere que no la celebremos, que sea su apparátchik, como si Maduro tuviera algún mérito en ese salto, cuando es que Yulimar no triunfó gracias a él, sino a pesar.

No es solo cosa nuestra, además. Lo hicieron los rusos, los alemanes, los chinos y los cubanos. Todos estos regímenes autoritarios han sido máquinas ensambladoras de atletas extraordinarios, cuyo único propósito es propagandear al tirano de turno que gobierna los países que representan.

Se trata de un sistema despiadado, porque condiciona a los jóvenes: cumplir su sueño de alzar el oro conlleva la subordinación total al sistema. Pocos reviran, porque, todos sabemos, al que lo hace no le va bien.

Con la participación de los atletas venezolanos en los Juegos Olímpicos y, luego, el triunfo de algunos, es inevitable no reflexionar sobre cuál es la actitud ética, sensata y sana.

Aunque suelo estar al tanto de las jornadas olímpicas, esta vez, por tanto que ocurría, no lo estuve hasta que Daniel Dhers, un talentosísimo ciclista, alzó la de plata. A su precursor en el podio, Julio Mayora, lo traté mal en las redes luego de que apareciera un video en el que él, evidentemente bajo coacción, agradecía por su triunfo a Maduro y a Chávez, los grandes culpables de la tragedia venezolana.

El triunfo de Daniel Dhers me alegró porque conozco su trayectoria y sé, además, que es un joven que ha llegado a lo más lejos, sin asistencia del Estado chavista, y representando a Venezuela, aunque podría no hacerlo y vestirse con la bandera de las cincuenta estrellas y las trece franjas.

Con Yulimar Rojas, por supuesto, fue el paroxismo. Lágrimas y emoción genuina, completamente ajenas a la contaminación política, ante el triunfo glorioso de la mujer que brincó quince metros y sesenta y siete centímetros. Y entonces, me aturdió. Estaba contradiciéndome. No es secreto que en su momento a Yulimar la apoyó (apenas, por supuesto) el régimen y que ella se lo agradeció y colaboró con su propaganda. Pero ese domingo eso no importaba. Y miraría con desprecio la prepotencia y soberbia de quien blandiera ese lamentable episodio de su carrera. Yulimar Rojas había ganado y eso me había hecho genuinamente feliz. Punto. El resto no me importaba.

Corregí. Porque Yulimar nos regaló, aunque entre tanta tristeza luzca como poco, la satisfacción de escuchar el himno. Porque su triunfo fue nuestro. Y hasta hace poco yo había dejado que la tragedia política de Venezuela me arrebatara algo que, al final, es nuestro. Debemos, de hecho, defenderlo.

¿Pero dónde está la frontera? ¿Cómo su triunfo es nuestro, pero el de, por ejemplo, Gustavo Dudamel —a quien le he dedicado largos e inservibles textos cargados de desprecio por su explícita colaboración con el chavismo—, no lo es? ¿Cómo a Yulimar Rojas, que tiene retratos en Miraflores con el autor de tantos asesinatos, la siento nuestra y a Dudamel o a Rubén Limardo no?

Quizá, si tenemos que dibujar una frontera, es en cuán involucrado con el sistema está el talento. Por lo tanto, celebraré a Yulimar Rojas y a todos los atletas olímpicos que hoy triunfan en Tokio mientras su compromiso sea con su carrera y sus guiños al régimen no pasen de estériles gestos de cordialidad.

Por ahora, que Yulimar aproveche su éxito y nos siga representando, desde muy lejos. Que se zafe del chantaje chavista, porque no lo necesita. Que deje atrás la pequeñez del Caribe corroído y enviciado y se abra al mundo que la merece y que la necesita. Que triunfe, que salte alto, que sea grande y que siga, a pesar de nuestra tragedia, haciéndonos felices.

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