En las últimas semanas, la siempre trepidante política española nos ha dejado ciertas situaciones y abierto sendos debates sobre los que el españolito medio haría bien en reflexionar. A fin de cuentas, el año electoral se aproxima inexorable.
Ya saben ustedes lo que pasó en Castilla y León, pero allá va una breve recapitulación por si alguien tuvo la fortuna de perdérselo. El vicepresidente de la Junta, Juan García-Gallardo (VOX), anunció que el Gobierno autonómico pondría en marcha un protocolo sanitario por el que los médicos deberían ofrecer —que no obligar— a las mujeres embarazadas la posibilidad de escuchar el latido del feto y de ver una ecografía en 4D. La medida se presentó como una política para favorecer la natalidad, claro que a nadie se le escapaba la intención subyacente de que las mujeres que se presentaran en la consulta del ginecólogo con intención de abortar pudieran cambiar de parecer al ver y escuchar a quien llevaban dentro.
El anuncio fue utilizado por el Gobierno de Pedro Sánchez para sacar a relucir su retórica habitual en estos casos. Ya saben: la extrema derecha, el cuento de la criada y el lobo feroz. No se quedó allí la cosa, ya que las palabras se convirtieron en hechos cuando el Ejecutivo blandió un amenazador requerimiento a la autonomía que sería imposible de ver en Cataluña. Mientras, el PP autem tacebat, es decir, mantenía un calculado silencio.
Cuatro días después, lo que en estos tiempos de fast info es una eternidad, por fin salió el presidente de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, a dar la versión oficial de su Gobierno y con ella la del PP. Aunque en la forma el mandatario autonómico quiso mostrarse firme en su independencia respecto al Ejecutivo central, en el contenido, y de facto, acabó plegándose a la presión mediática y política al descartar un detalle crucial de la propuesta de VOX: los médicos no tendrían obligación de ofrecer a las mujeres la posibilidad de ver la ecografía y escuchar el latido, sino que estos servicios se prestarían cuando la embarazada los requiriese motu proprio. Puede parecer un matiz sin importancia y hasta más democrático, ya que a los médicos ya no iba a «imponérseles» nada. Sin embargo, el cambio rechazaba una de las claves del protocolo, ya que, naturalmente, una mujer que se proponga abortar difícilmente pedirá por iniciativa propia unas pruebas médicas que subrayen la dimensión moral de aquello que se dispone a hacer.
Con todo, fue curioso cómo el debate no se orientó sobre lo más o menos provida de las posiciones de VOX y del PP, sino que los medios de centro derecha, con mención especial a sus dos locutores radiofónicos de cabecera, pusieron el acento en el timing de la cosa. Con sesudos argumentos, la mayoría, y con tono de rabieta, uno de ellos, casi todos salieron a criticar la supuesta torpeza que los de Abascal habían demostrado al lanzar su propuesta. En pocas palabras, todos venían a decir que VOX le había dado aire a Pedro Sánchez en un momento en que la opinión pública se volvía en su contra por la reforma del Código Penal y el desastre de la ley del «sólo sí es sí».
Es cierto que este Gobierno maneja como nadie la agenda mediática y es experto en tapar sus escándalos, muchas veces con una nueva polémica propia y otras, como en este caso, tomando como munición algo que haga la oposición. No obstante, es legítimo y hasta obligado criticar este planteamiento; la derecha política y cultural no puede permitir que su agenda legislativa e ideológica venga dictada por lo que diga la última encuesta. De lo contrario, bien podría llegarse a la conclusión de que nunca es un buen momento para defender las propias convicciones. En este sentido, es ilustrativo el historial reciente de gobiernos del PP, con sus incumplidas promesas de derogar a la ley del aborto o la de memoria histórica.
Más allá del voto útil
Claro que lo ocurrido en Castilla y León da pie a una reflexión que se aleja de la mera estrategia política. Hablamos de la relevancia de las minorías en un sistema democrático. Está claro que la propuesta de VOX no ha terminado de convencer al PP, al menos a un sector mayoritario, y ha llevado a la izquierda a dar la voz de alarma. Esto no es raro teniendo en cuenta que, en la cuestión del aborto, hay que asumir que sociológicamente España no es VOX y en no pocos asuntos la distancia entre el ciudadano medio y el votante de Abascal es sideral.
Sin embargo, el conflicto entre populares y verdes sobre el protocolo sanitario provida ejemplifica lo que podría llegar a suceder en un hipotético gobierno de coalición formado por PP y VOX en caso de que Feijoo llegue a La Moncloa. En realidad, no sería muy distinto de lo que ya hemos visto con el tándem PSOE-Podemos, en el sentido de que los morados —con una agenda más radical— han forzado muchas veces la mano de los socialistas para aprobar o derogar según qué leyes que en otras circunstancias el partido de Sánchez no habría tocado, ya fuera por inconveniencia política o por mera falta de interés.
En ese futurible ejecutivo, VOX jamás lograría alcanzar muchas de sus posiciones maximalistas, pero sí arrimar un poco el ascua a su sardina. Por ejemplo, no lograría en ningún caso los apoyos necesarios para limitar seriamente el aborto. Pero tal vez sí para que las menores necesiten el consentimiento de sus padres para hacerlo o para que deje de ser delito rezar o repartir folletos frente a un abortorio. De esta forma, ese votante conservador que durante años se ha tapado la nariz para apoyar al inane Partido Popular en pro del “voto útil” podría ver sus ideas un poco mejor representadas.
Seguramente sea este un escenario similar al que trató de desactivar el líder del PP, Alberto Núñez Feijoo, desde la solemnidad del oratorio de San Felipe Neri. En el lugar donde se firmó la Constitución de Cádiz, el presidente popular pidió que tras las próximas elecciones municipales y autonómicas gobierne la lista más votada. «La mayoría de los ciudadanos no puede estar sujeta a una suerte de tiranía de las minorías políticas», defendieron los populares. Claro, eso es lo que les conviene a los dos grandes partidos, pero la idea es más bien la contraria: los ciudadanos no pueden estar sujetos a una suerte de tiranía de las mayorías.