«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Otro ataque a la libertad religiosa

El domingo pasado el cardenal Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia, presidía la eucaristía en la iglesia de la Encarnación de Ávila, ciudad de la que fue obispo entre 1992 y 1997. A los 10 minutos de comenzada la misa, un joven rompió a gritar y llamó al cardenal “nazi”, “ladrón” y “fascista”. Con lo que quizás no contó el alborotador fue con la reacción de algunos fieles, que defendieron al oficiante y pusieron en fuga al que intentaba sabotear la celebración.

La libertad religiosa comprende el derecho a asistir a los actos religiosos sin sufrir perturbaciones. La profanación de las ceremonias y los lugares de culto como forma de hostigamiento es muy antigua. Es una de las manifestaciones más claras del odio que los cristianos han padecido en la edad contemporánea. La quema de iglesias y edificios religiosos en Madrid fue una de las primeras advertencias de lo que cabía esperar a los católicos con el advenimiento de la II República. La libertad religiosa, al igual que la de conciencia, la de pensamiento o la de expresión, ha inquietado siempre a los totalitarios.

Por ejemplo, cuando en 1934 los nazis quisieron hacerse con el control de las iglesias protestantes en Alemania, obispos, pastores y laicos organizaron, en la ciudad de Barmen, el Sínodo de la Confesión del Reino de Dios para hacerles frente. Allí estaban algunos de los teólogos más importantes del siglo XX. Acudió, entre otros, Martin Niemöller, el autor del famoso poema que tantas veces se atribuye erróneamente a Bertold Brecht. Bueno, no era exactamente un poema, pero ya contaremos esa historia en otra ocasión. Se lo suele citar así:

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,

guardé silencio;

yo no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,

guardé silencio;

yo no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,

no protesté;

yo no era sindicalista,

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,

no protesté;

yo no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,

no había nadie más que pudiese protestar.

A aquel encuentro en Barmen también asistió el famoso Dietrich Bonhoeffer, que murió ahorcado por los nazis el 9 de abril de 1945. En 1943 ya lo habían detenido por ayudar a judíos que querían huir a Suiza. Después lo mandaron a los campos porque era familiar de algunos de los conspiradores del complot contra Hitler del 20 de julio de 1944. Estuvo primero en Buchenwald y después en Flossenbürg, donde lo asesinaron.

Hubo otros muchos en Barmen; entre ellos, Karl Bath -el célebre teólogo suizo- y Gustav Heinemann, que llegaría a ser ministro del Interior, ministro de Justicia y presidente de la República Federal de Alemania.

De aquel sínodo nació el movimiento de la Iglesia Confesante. Frente a la pretensión nazi de que la religión se subordinase al Estado -una aspiración de todos los regímenes totalitarios- la Declaración de Barmen afirmaba la subordinación de la Iglesia a Cristo. Entre los puntos de aquella declaración, había uno que los nazis jamás podrían aceptar. Reconocían que el Estado tenía un papel para asegurar bienestar, paz y justicia, y la Iglesia reconocía ese papel, pero añadía: “rechazamos como falsa la doctrina según la cual el Estado es el único y total regulador de la vida”. Esto era un desafío a los nazis y su aspiración a controlar todas las facetas de la vida de las personas desde su nacimiento, pasando por su educación, su fe o su sexualidad, hasta su muerte.

Aquel movimiento continuó y logró sobrevivir a los intentos nazis de infiltrarlo, conducirlo y neutralizarlo. Los confesantes participaron en distintos movimientos de resistencia. Muchos de ellos lo pagaron con su vida. No fueron los únicos. Por toda Alemania y Austria, protestantes, luteranos, católicos, evangélicos y calvinistas, entre otros, hicieron frente a los nazis y a su pretensión de dominar a las comunidades religiosas e imponerles la doctrina nazi o sumirlas en el silencio.

Así resistieron a los nazis, por ejemplo, los cinco jóvenes del grupo La Rosa Blanca, que estuvo operativo entre junio de 1942 y 1943 en torno a los hermanos Hans y Sophie Scholl y sus compañeros de la Universidad de Munich. Todos ellos eran cristianos. Todos se comprometieron en la actividad contra los nazis distribuyendo folletos y haciendo pintadas por toda la ciudad. A quienes piensen que esto era poco, habría que recordarles el texto de Jean Paulhan en enero de 1944 en la revista clandestina “Los Cuadernos de la Liberación” a propósito de los resistentes muertos por denuncias o por imprimir un periódico clandestino: “Es que ellos estaban del lado de la vida. Es que ellos amaban cosas tan insignificantes como una canción, un chasquido de los dedos, una sonrisa. Tú puedes apretar una abeja con la mano hasta ahogarla. Ella no se ahogará sin haberte picado. Es poca cosa, dices tú. Sí, es poca cosa. Pero si ella no te picase, haría mucho tiempo que ya no habría más abejas”.

Uno no puede asistir impasible a los atentados contra la libertad religiosa que se cometen con cada vez mayor frecuencia en España y en otros países de Europa. En nuestro país, profanar una capilla apenas tiene castigo y, en determinados círculos, se convierte en un pretexto para ser la víctima en lugar del victimario o victimaria. El acoso a los peregrinos de la Jornada Mundial de la Juventud de 2011 en Madrid fue un hito en una cadena de agresiones que cada cierto tiempo se producen. La afrenta se duplica cuando los cristianos se defienden y entonces se los acusa de intolerantes, inflexibles o represores de la libertad de expresión. Así, quien exige respeto termina doblemente insultado y el agresor encima pretende ser el ofendido.

Estos ataques contra la libertad religiosa afectan a los católicos, pero deberían preocupar a todos. Quien ataca las creencias más profundas de otro, quien asalta sus lugares de oración o destruye sus cementerios solo anuncia lo que aguarda a los demás. Alguien que profana una eucaristía e insulta al sacerdote que la preside no defiende nada. Solo ofende. Solo agrede.

Esta ofensa a los cristianos es una más de las que se vienen produciendo de un tiempo a esta parte. La experiencia del siglo XX nos enseña que este tipo de violencia jalona el camino a la física y anticipa otras formas de agresión. En España, esto es cada vez más preocupante.

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