«Todo estaba planeado para que fuéramos muriendo sin evitarnos ningún sufrimiento», comenta Eugenia que tras 10 años de dolor, humillaciones, hambre y frio consiguió escapar del terror nazi minutos antes de ser abatida. Hoy escribe, recuerda y sobretodo no olvida: «Algunos pueden, para mi es imposible».
Eugenia pasó su adolescencia trabajando como esclava metalúrgica de la fábrica Unionworke, donde montaba granadas y bombas junto a su madre. Acababa de llegar a Auschwitz, tras su paso por el Gueto de Varsovia primero y Madjanek después y con un fiebre tifoidea y disentería de por medio.
La rutina era similar día tras día hasta que una mañana los nazis comenzaron a despertarla a gritos. «Sabíamos que los rusos estaban cerca, nos ilusionamos con la posibilidad de la libertad, pero, en realidad, estábamos comenzando la Marcha de la Muerte». Los generales nazis, ante el avance ruso, recibieron órdenes para eliminar al mayor número de prisioneros posibles, aunque muchos de ellos se preocuparon por tratar de salvar su propia vida.
«Nos pusieron en una fila. A los lados, el terreno estaba minado. Vi a una chica volar en mil pedazos, la mayoría no resistió», cuenta Eugenia en su libro Holocausto: lo que el viento no llevó. Tras dejar a su madre en un tren, logró por fin su ansiada libertad pero se hizo la pregunta que tantos judíos libres se hicieron aquel día.
¿Dónde iba a volver?
La llegada de los soldados rusos no mejoró las condiciones de vida de Eugenia. Es cierto que recibían mejor trato y en ningún caso se buscaba su exterminio, pero la campaña había sido larga y los hombres estaban desesperados por conseguir mujeres. El acoso se convirtió en una constante y las prisioneras utilizaban carbón para parecer más viejas o se tapaban la cabeza con pañuelos, pero aun así muchas mujeres murieron vejadas.
El viaje de los judíos fue una odisea por carecer de destino: de Hungría a Checoslovaquia y Austria, nadie quería recibir a los presos. Fue entonces cuando las Naciones Unidas la enviaron a un campo de refugiados en Módena, Italia, que cambiaría su vida para siempre.
«Fue allí cuando después de tanto tiempo comencé a ser libre, recuperé los sentimientos y las ganas de vivir», explica Eugenia que, como tantas otras, conoció a su esposo y tuvo un hijo en los campos de refugiados. Tras más de dos años en Italia, la familia buscó viajar hacia a Israel pero la situación en Palestina, aún bajo el dominio británico, era muy complicada.
Eugenia y su familia decidieron entonces emigrar hacia Sudamérica, concretamente a la Argentina de Perón, pero allí el Gobierno también ponía reparos a la posibilidad de recibir supervivientes del holocausto. Finalmente, tras meses de espera en Paraguay consiguió cruzar hacia Buenos Aires.
Allí, en compañía de otros judíos, decidió que su dolor no se podía borrar sin que nadie se enterara de lo que habían padecido.