«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Dino Buzzati y 'El desierto de los tártaros'

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Dino Buzzati.


Una fortaleza enigmática perdida en ninguna parte. Al norte, un desierto tenebroso. Y tras él, la amenaza siempre presente, pero nunca verificada, de unos tártaros que conspiran para pasar a sangre y fuego nuestras tierras. A esa fortaleza asomada al desierto llega el joven oficial Giovanni Drogo. Pasan los años. Los tártaros no llegan. Pronto la fortaleza parece un trasto inservible. En su interior se consume la vida de los hombres, abocada a una existencia aparentemente inútil. Drogo se va vaciando por dentro. Es como si el verdadero desierto no estuviera allá, en el norte, sino en el interior de los hombres. ¿Y los tártaros? Todo indicaría que no existen, que no son más que una descabellada invención, incluso una de esas argucias del poder para tener al pueblo atemorizado. Y sin embargo…
Este es el planteamiento de El desierto de los tártaros, considerada unánimemente como una de las mejores novelas del siglo XX. Su autor, el italiano Dino Buzzatti, vino a pintar ahí la angustia de un mundo que ha perdido sus referencias. Sólo unos pocos hombres mantienen la vigilia. Su tarea parece absurda, grotesca, risible: no hay amenazas a la vista. Así el vigilante se enfrenta a un doble dolor: por una parte, la amenaza del enemigo; por otro, la sospecha de que, quizá, no hay tal enemigo en realidad. La deserción se convierte entonces en una salida que parece justificada. Se requiere una fuerza interior sobrehumana para vencer a la tentación. Dino Buzzatti sintetizó con estas ideas la posición espiritual de un buen número de europeos, atrapados entre un tiempo que ha muerto y otro al que aún no se ha visto nacer.

Sólo un periodista

¿Quién era Buzzatti? Un periodista. Del Corriere Della Sera, para ser más precisos. Había nacido en 1906 en la pequeña ciudad de Belluno, unos ochenta kilómetros al norte de Venecia, cerca de los Alpes Dolomitas. Su padre era profesor en la Universidad de Pavía; su madre, hermana del escritor Dino Mantovani. Familia acomodada y numerosa: Dino era el segundo de cuatro hermanos. Y familia culta, también, con una nutrida biblioteca doméstica. Dino Buzzatti crece en un ambiente que ama las artes: desde niño escribe, dibuja, estudia piano y violín… Y ama también la naturaleza: seducido por la montaña, va a dedicarse a recorrer cimas con pasión. Cuando escriba su primera novela, en 1933, la situará precisamente en las cumbres: Bárnabo de las montañas.
No despeguemos al hombre de su contexto: estamos en la Italia del fascismo, donde Mussolini, desde 1922, ha impuesto una dictadura con amplio apoyo popular. Ni Dino ni su familia son unos disidentes. La vida de los Buzzatti está perfectamente integrada en el orden establecido. Su padre quiere que nuestro autor estudie Derecho; él obedece, pero antes de licenciarse comienza a trabajar como aprendiz –hoy diríamos “becario”- en el Corriere della Sera, en Milán, y ahí descubrirá su verdadera vocación. Se gradúa en Derecho con una tesis sobre “La naturaleza jurídica del Concordato”. Cumple su servicio militar como oficial de complemento. Y en cuanto termina, se lanza al periodismo.
El Corriere no es un periódico de oposición; de hecho, su viejo director, Luigi Albertini, ha sido despedido por los copropietarios porque pretendía mantener una línea crítica. No, el Corriere es un periódico del régimen y Buzzatti es un periodista más. Un periodista, eso sí, que enseguida empieza a destacar por sus cualidades. Después de Bárnabo de las montañas, que conoció cierto éxito, nuestro autor publica El secreto del bosque viejo, una estupenda novela que no tuvo la buena acogida de la anterior, pero que colocaba a Buzzatti en la elite de la vida literaria. En un tiempo en el que la literatura formaba parte de los contenidos convencionales de todos los periódicos del mundo, nuestro autor llena las páginas del Corriere y de otros medios con sus relatos. Ese es el material que luego, en 1942, reunirá en el volumen Los siete mensajeros.
Como el Corriere es un periódico gubernamental y Dino Buzzatti es su periodista estrella, la dirección le envía a Etiopía en 1939. ¿Por qué a Etiopía? Porque Mussolini ha resucitado las pretensiones territoriales italianas sobre ese país africano, que se remontan a 1895, y cuatro años atrás ha creado la Abisinia italiana. Inmediatamente después, Buzzatti deja Etiopía y acude a una nueva misión: la guerra ha comenzado en Europa y nuestro autor la cubrirá como corresponsal a bordo de un crucero. Estamos ya en 1940. En el mes de junio, Mussolini decide entrar en la guerra al lado de Alemania. Es la segunda guerra mundial.

La angustia de Drogo

En ese año de 1940, sobre la misma raya que separa la paz de la guerra, Buzzatti publica El desierto de los tártaros. Es su mejor novela, la que le va a convertir en un nombre imprescindible de la Historia de la Literatura en el siglo XX. Ya hemos contado su planteamiento: ese joven teniente que, recién graduado, es destinado a una misteriosa fortaleza perdida que aguarda el ataque de un enemigo sin que éste llegue jamás. La crítica ha aplicado a El desierto de los tártaros innumerables etiquetas: kafkiana, por el opresivo sinsentido de todo lo que pasa en esta historia; surrealista, por sus incursiones en un mundo onírico e inmaterial; existencialista, por el dama existencial de sus personajes, arrojados a una espera aparentemente inútil… Véase este párrafo:
“Así Drogo sube una vez más el valle de la Fortaleza y tiene quince años menos de vida. Por desgracia, no se siente cambiado en gran cosa, el tiempo ha huido tan velozmente que el ánimo no ha conseguido envejecer. Y aunque la oscura angustia de las horas que pasan se haga cada día mayor, Drogo se obstina en la ilusión de que lo importante aún tiene que comenzar. Giovanni espera paciente su hora, que nunca ha llegado (…)”.
Kafkiana, surrealista, existencialista… Y bien, todo eso es verdad. Pero El desierto de los tártaros es algo más.
Sí, porque la clave de El desierto de los tártaros está aquí: en que los tártaros, finalmente, llegan. Es verdad que a Drogo, convertido ya en un comandante de cincuenta años, el destino le robará el privilegio de hacer frente al enemigo. Pero los tártaros existían, la amenaza era verdad. Si los tártaros no hubieran estado al otro lado del desierto, la novela de Buzzatti habría sido un simple canto nihilista: nada de lo que hacemos tiene sentido, nuestra vida es absurda y cualquier esperanza es superflua. Pero no: había tártaros. Por tanto, había que estar allí, en la Fortaleza, que de repente cobra toda su razón de ser. La angustiosa y larguísima espera, ese envejecer en la aparente inutilidad, tenía un fin preciso. Drogo, que se siente morir, tampoco se desespera, al contrario. Así habla a la muerte:
“Valor, Drogo, ésta es la última carta, marcha al encuentro de la muerte como un soldado, y que tu existencia equivocada acabe bien, al menos. Véngate finalmente de la suerte, nadie cantará tus alabanzas, nadie te llamará héroe o algo similar, pero precisamente por eso vale la pena. Cruza con pie firme el límite de la sombra, erguido como en un desfile, y sonríe incluso, si lo logras. Después de todo, la conciencia no está demasiado cargada y Dios sabrá perdonar”.
El desierto de los tártaros fue traducida al francés en 1949, ya después de la guerra. A partir de entonces se convirtió en éxito mundial. Buzzatti, que continuaría trabajando en el Corriere durante la guerra, siguió en él después. En 1945 publicó un cuento delicioso: La famosa invasión de Sicilia por los osos, verdaderamente recomendable para lectores de todas las edades. Y la vida de Buzzatti se mantuvo en su horizonte de siempre: el periódico, sus relatos, la pintura…
A la pintura dedicó su obra de 1960 El gran retrato, novela con mucho de experimental, donde nuestro autor entra por primera vez en el universo femenino. Volvió a explorar ese mundo en su novela Un amor, de 1963, que cuenta la historia de un hombre que descubre el amor a los cincuenta años. Dicen que es una novela con rasgos autobiográficos, porque muy poco después Buzzatti, que ya tenía 60 años, se casaba con Almerina Antoniazzi.
Nuestro autor moría en 1972, después de una larguísima y cruel enfermedad, convertido en una referencia ineludible de la literatura europea. En 1976, Valerio Zurlini llevaba al cine El desierto de los tártaros: no es, evidentemente, mejor que la novela, pero sí puede servir como introducción a un autor que hay que conocer.
¿Por qué, en fin, Buzzatti, hoy y aquí? Porque nos explicó que los tártaros están ahí. Todo tiene, al final, sentido, incluso si nuestra posición existencial parece absurda. Y en un mundo como el de hoy, tan aparentemente sinsentido, donde todo empuja a la deserción; en un mundo tan parecido a esa Fortaleza de El desierto de los tártaros, es importante recordar que los tártaros siempre pueden llegar. Buzzatti enuncia la esperanza en los términos en que pueden entenderla los hombres de un tiempo que ha perdido la esperanza. Nuestra angustia es inevitable, pero no es invencible. No debemos renunciar a nuestro puesto. Porque, como dice el Drogo moribundo, “después de todo, la conciencia no está demasiado cargada y Dios sabrá perdonar”.

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