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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Don Felipe, la corona y la cruz

Parece que La Zarzuela ha querido compensar con una misa privada la clamorosa ausencia de símbolos religiosos en la proclamación del rey Felipe. La Casa explicaba ayer, además, que no iba a dar más detalles porque se trata de un “asunto privado”. Ciertamente, si con esto pensaban equilibrar la balanza se equivocan por completo. Al revés, la desequilibran más todavía. Porque, al final, el mensaje que nos mandan es este: las cosas religiosas están bien para lo privado, pero no para lo público. Ahora bien, a mí, como ciudadano y como católico, me importa bastante poco saber si Don Felipe es “religioso en la intimidad”; lo que me importa es que las creencias religiosas no sean excluidas de la vida pública. Y eso exactamente es lo que ha hecho la Corona naciente: excluir la religión de lo público.

Creo que es un grave error. Y preocupante. La religión suele ser por sí misma una limitación a los excesos del poder. No es tan difícil entenderlo. Sencillamente: un poder que se reconoce subordinado a una idea trascendente de la vida resulta más fiable que un poder que reposa sobre sí mismo, sin otras obediencias. No es sólo cuestión de tradición, de que la monarquía española sea sustancialmente católica desde su origen (aunque la tradición es muy importante, porque a uno se le conoce por las cosas en las que se reconoce). No es sólo, tampoco, cuestión de liturgia, de boato, de forma (aunque la liturgia también es muy importante, porque a uno se le conoce por las cosas que desconoce). No, no es sólo eso. Es también y sobre todo cuestión de filosofía: de cómo entiende uno su propio poder. Porque la sanción religiosa no es una exaltación del poder; al contrario, es una señal de acatamiento, es una sumisión del poder a algo más grande, algo que está por encima del cetro. Y por eso suele ser una garantía para los que miramos al cetro desde abajo.

“Para eso están las leyes”, dicen los modernos. Sí, es verdad. Pero las leyes, y en España lo hemos visto, pueden hacer que un ser humano pase a ser sólo “ser vivo”, que el derecho a usar la propia lengua se convierta en algo prohibido bajo pena de multa, que un asesino en serie purgue menos pena que un ratero reenganchado, que una “nación indivisible” se divida en nacioncitas, e via dicendo. Confiar en leyes tan volubles es un poco temerario. La ley de Dios también tiene sus agujeros, pero resulta bastante más estable.

En los últimos compases de la segunda guerra mundial, el alemán Ernst Jünger escribió un libro, “La Paz”, que circuló intensamente entre los conspiradores de julio de 1944 y después iluminó a muchos constructores de la posguerra. En “La Paz” se decía, entre otras cosas, que la Europa del porvenir debía buscar a sus líderes entre las personas con creencias religiosas, es decir, personas conscientes de que debían rendir cuentas más allá de la muerte. Los líderes sin Dios habían demostrado ser altamente peligrosos, y eso vale lo mismo para Hitler que para Stalin o para los que tiraron las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Y, en efecto, la Europa de posguerra fue obra de cristianos reconocidos, desde Adenauer hasta De Gasperi pasando por Schumann y De Gaulle. Que eran tan de barro como todos los demás, pero que, al menos, tenían conciencia del pecado.

Pecadores somos todos, ya lo sabemos. Pero es importante tener una conciencia trascendente del bien y del mal. Es importante saber que las prescripciones de no robar, no matar, no mentir o no quitarle la mujer al prójimo, por ejemplo, no son fruto de convenciones que mañana puedan ser revocadas por un tribunal o por un parlamento (o por una Constitución), sino que obedecen a certidumbres morales objetivas, naturales, verdaderas en sí mismas, más allá de lo que pueda decir la letra de la ley temporal. La religión cristiana es precisamente la que explica esas cosas, que no son en modo alguno “asuntos privados”, sino que al revés, son requisitos imprescindibles para una vida pública habitable. Por eso conviene que la religión permanezca visible en lo público.

Obama es seguramente un gran pecador, pero no por ello prescinde de los elementos religiosos en sus grandes actos públicos; al revés, los acentúa, porque sabe que llevan implícita una guía moral, y eso hace al poder más tolerable para el pueblo. La reina Isabel II de Inglaterra tampoco es un espejo inmaculado de virtud, pero es la jefa de su iglesia nacional y jamás se le ha pasado por la cabeza renunciar a su rango, porque sabe que la sumisión a una regla religiosa, por laxa e incluso hipócrita que sea, legitima a la corona. Aquí lo decisivo no es la naturaleza (privada) del pecador, sino la conciencia (pública) del mal y del bien.

El poder, por definición, siempre tiende a saltarse las reglas, y lo hace sea cual fuere su confesión. Pero justamente por eso es tan importante que las reglas descansen sobre el escalón más alto posible: para que nunca se pierda de vista el marco de referencia, para que siempre permanezca ante los ojos el lugar desde el que es posible invocar a la Justicia. Con mayúscula.

Un corona sin cruz no es una corona más “democrática”. Una corona sin cruz es una corona menos responsable ante Dios y ante la Historia. Eso no puede ser bueno.

 

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