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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿Ganar las elecciones o ganar el Cielo?

Lo ha dicho Antonio Hernández Mancha en la cadena episcopal ante la mirada sorprendentemente comprensiva de sus contertulios: que él, Hernández Mancha, es antiabortista, pero que lo que él quiere es ganar las elecciones, no ganar el Cielo. Ergo, mejor no tocar la ley del aborto. Y con eso lo ha dicho todo.

Hernández Mancha no es ningún imbécil. Es un hombre inteligente, leído, buen profesional, una de esas personas que bien podría dedicarse a la vida pública porque ya ha demostrado sus cualidades en la empresa privada. Y sin embargo, sus palabras son un perfecto ejemplo de la ciénaga intelectual en la que ha caído la derecha española: esa viscosa mezcla de sanchopancismo, frivolidad, oportunismo y falta de sentido del Estado y de la Historia –ambas con mayúsculas- que ha llevado al PP a traicionar todos sus principios y, por esa vía, lograr que la derecha, simplemente, deje de existir como agente político. Con el agravante de que Hernández Mancha, teóricamente, es de los que miran desde la barrera, luego no debería importarle perder las elecciones.

Veamos: ¿ganar elecciones? Vale. Pero si uno renuncia de entrada a aplicar los principios en los que supuestamente cree, ¿entonces para qué le sirve ganar elecciones? Sobre todo: ¿para qué nos sirve a los que le votamos? El poder no es un fin en sí mismo. O no debería serlo.

Hay además otra cosa. La cuestión del aborto, que era la que estaba sobre la mesa en esa conversación telepiscopal, no es sólo una cuestión religiosa. Más aún: desde el punto de vista político, sólo lo es secundariamente. La cuestión del aborto es sobre todo una cuestión política en el sentido más amplio y trascendental del término, y es asombroso que esta gente tan lista no lo entienda. El descenso demográfico español –inmigrantes incluidos- acumula ya casi un 20% en los últimos cinco años. Nuestra tasa de fecundidad está en 1,2 hijos por mujer (en 1975 era de 2,8). Necesitaríamos una tasa del 2,1 para asegurar el reemplazo generacional, pero la tendencia es abiertamente a la baja. Por un lado, porque la gente se casa cada vez más tarde (la media de edad de los nuevos matrimonios supera ampliamente los 33 años). Y por otro, porque la crisis económica ha condenado a los más jóvenes a una existencia laboral precaria.

Como cada vez hay menos niños pero la gente muere cada vez más vieja (en torno a los 82 años), en breve –la próxima década- nos vamos a encontrar con que hay más pensionistas que trabajadores. Y eso en un país donde las pensiones, el desempleo y los intereses de la deuda se comen ya el 54% de todo el gasto público.

Todas estas cosas las expuso con hiriente claridad Alejandro Macarrón en un estudio decisivo, El suicidio demográfico de España (ed. Homo Legens). Sencillamente, con este ritmo de natalidad España no es viable. Y así las cosas, ¿tiene sentido mantener una legislación que facilita anular más de 300 embarazos diarios? ¿No sería más sensato fomentar la natalidad en vez de fomentar los abortos? Sí, sería más sensato. Pero los políticos piensan que es mejor no resolver el problema, no vaya a ser que la izquierda mediática –que es casi toda- les haga una campañita y se queden sin poltrona.

¿Ganar las elecciones o ganar el Cielo? Por esta vía, la derecha española (y la izquierda) se quedarán simplemente sin país. Y entonces, ni elecciones, ni Cielo ni nada.

P.S.: Cuando Macarrón quiso registrar su fundación Renacimiento Demográfico en la Comunidad de Madrid, los conspicuos funcionarios le espetaron que dudaban mucho de que fuera “de utilidad pública”. En Madrid gobernaba, claro, el PP.

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