«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Jack London: la entraña más primaria de la vida

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Jack London.

Hay un autor cuya obra suele recomendarse para iniciar a los jóvenes en la literatura: el norteamericano Jack London. Es verdad que la obra de London, directa y fresca, pura acción, es particularmente apta para enganchar a los lectores noveles. Basta pensar en La llamada de la selva o en La patrulla pesquera. Pero London es bastante más que un ágil constructor de historias: es una voz que habla desde la entraña más primaria y elemental de la vida. Y por debajo de la acción trepidante y de la peripecia inagotable, hay un tipo que entiende qué es el honor, qué es la virtud, cuáles son los valores superiores y cuáles los inferiores.

Bastardo proletario

Empecemos por decir que London tuvo una vida de película. Más precisamente, de película trágica: en los cuarenta años que vivió, fue proletario, minero, presidiario, pionero y marino, antes de ser escritor. Todo le podía haber conducido a la marginación o al cadalso. A fuerza de voluntad y de inteligencia torció ese destino. Bien es cierto que del desvío tampoco salió bien parado. Ya veremos por qué.
Jack London ni se llamaba Jack ni se llamaba London. Parece que su verdadero nombre era John Griffith Chaney. Decimos “parece” porque nació ilegítimo y los pocos documentos oficiales que le conciernen desaparecieron en el terremoto de San Francisco de 1906. Suponemos, pues, que ese niño John había nacido de una mujer de posición llamada Flora Wellman, fanática del espiritismo, y de un afamado astrólogo, William Chaney, el 12 de enero de 1876, precisamente en San Francisco, California.
En aquella época, la hoy superpoblada ciudad de San Francisco era un villorrio con apenas cien años de existencia, que había sido sucesivamente español y mejicano antes de ser incorporado manu militari a los Estados Unidos en 1847. Sólo un año después, comienza en la ciudad la fiebre del oro y la vieja villa española se convierte en un hormiguero infame, lleno de problemas de todo orden. En ese hormiguero nace London como un problema más: hijo ilegítimo en un entorno de aventureros, buscavidas y ventajistas.
 
¿Qué hizo ese niño London? Crecer como un golfillo. Criado por una antigua esclava, London no fue educado: se autoeducó. En 1893, con diecisiete años, aparece en Oakland, California, encuentra trabajo como marinero y se enrola en la tripulación de la goleta Sophia Sutherland, que zarpaba hacia las costas del Japón para cazar focas. La mar le gustaba, pero la suerte no le acompaña: el país entero está sumido en una fuerte crisis, los Estados Unidos viven la primera gran turbulencia del capitalismo temprano y London se queda sin trabajo.

La lucha por la vida

Vagabundo, London encuentra empleo en un molino de yute (una planta que se emplea para fabricar cuerdas), pero el ritmo es agotador. Lo deja y se apunta en una central eléctrica del ferrocarril, pero las condiciones son igualmente inhumanas. Recordemos la época: jornadas terribles de doce y catorce horas, seis y hasta siete días a la semana, con salarios muy bajos pagados semanalmente. Toda California hierve de agitación social. Un líder obrero, Charles T. Kelly, forma un auténtico ejército de parados y resuelve marchar sobre Washington para pedir trabajo y mejoras en las condiciones laborales. London se suma a la multitud. No es un movimiento pacífico: a su paso, los parados del “Kelly’s army” (así se le llamará) causan estragos sin cuento. Muchos terminan en la cárcel. Entre ellos, Jack London, arrestado por vagabundo y condenado a treinta días de prisión en la penitenciaría de Erie County, en Buffalo, Nueva York. Algunos años más tarde describirá esa experiencia terrible en su libro The Road:
“La manipulación del hombre fue simplemente uno de los menores horrores no aptos de mención, para evitar ofensas morales, de la penitenciaría de Erie County. Digo que no es ‘apto de mención’; y en justicia debo decir también ‘inconcebible’. Eran inconcebibles para mí hasta que las vi, y no era un jovencito con respecto a la vida y los tremendos abismos de la degradación humana. Se requeriría de una caída en picado considerable para alcanzar lo más bajo de la penitenciaría de Erie County, y lo hago, pero rozo suave y chistosamente lo superficial de las cosas tal como las vi allí”.
¿Qué vio allí? Vio al hombre en estado semisalvaje y al borde de la total degeneración. Vio que los fuertes vencen y los débiles se hunden. Otro se habría hundido; London, no. Sale de la cárcel, vuelve a Oakland y decide ponerse a estudiar. Hablamos de un tipo que comienza la secundaria con los dieciocho años ya cumplidos y después de haber sido marino, obrero, huelguista y presidiario. Como inteligencia no le faltaba, intenta por todos los medios entrar también en la Universidad: en el verano de 1896 se dedica a estudiar sin tregua y logra su meta. Pero, una vez más, la suerte le da la espalda. La suerte o, más precisamente, la bolsa, porque no puede costearse los estudios. Derrotado, abandona la Universidad.
Su única salida en la vida era volver al trabajo, pero el paisaje no había cambiado: entre doce y dieciocho horas diarias en la fábrica enlatadora Hickmott. Harto, decide lanzarse de nuevo a la aventura, pide un préstamo y compra la goleta Razzle-Dazzle, un barco que se dedicaba a la pesca furtiva de ostras. Y así London se entrega a la pesca furtiva hasta que su goleta queda seriamente averiada en un lance de mar. Entonces decide cambiar de bando y trabajar con la patrulla pesquera de California, que se dedicaba precisamente a perseguir a los pescadores furtivos. De la experiencia sacará el material para uno de sus volúmenes más famosos: los cuentos de La patrulla pesquera.
Cuando se cansó, London cayó víctima de una de las enfermedades de su tiempo y su país: la fiebre del oro. Zarpó hacia Klondike, en el Yukón, al noroeste del Canadá. Allí no le derrotó el ritmo de trabajo, sino la enfermedad: el escorbuto. Estuvo a punto de morir. Esta vez la suerte sí estuvo de su lado. La suerte o, más bien, la Providencia, porque por allí apareció un sacerdote jesuita, William Judge, que se dedicó a socorrer a los enfermos y, entre ellos, a London. Nuestro protagonista tenía sólo 20 años y ya cargaba en las espaldas con vida suficiente para no hacer otra cosa que escribir historias.

Poesía de la acción pura

Es interesante preguntarse cómo pudo digerir tantas cosas este London, este muchacho de veinte años, que era ya a la vez un hombre curtido en mil experiencias desdichadas. Un tipo inteligente, autodidacta, sin formación religiosa, sin otra formación ética que la que le podía inspirar la realidad de las más duras situaciones. Lo que emerge de todo eso es una visión de la vida como acción. Y al mismo tiempo, el talento innato del autor le ayuda a ver esa acción como algo más que pura agitación y a plasmarla en una estética vitalista con rasgos poéticos indudables. Un buen ejemplo es su dibujo de la jauría de perros en La llamada de la selva. Vale la pena citar este párrafo completo:
“Hay un éxtasis que señala la cúspide de la vida, más allá de la cual la vida no puede elevarse. Pero la paradoja de la vida es tal que ese éxtasis se presenta cuando uno está vivo, y se presenta como un olvido total de que se está vivo. Ese éxtasis, ese olvido de la existencia, alcanza al artista, convirtiéndolo en una llama de pasión. Alcanza al soldado, que en el ardor de la batalla ni pide ni da tregua, y alcanzó a Buck, que corría al frente de la jauría lanzando el atávico grito de los lobos y pugnando por atrapar la presa que huía a la luz de la luna. Estaba surcando los abismos de su especie y de las generaciones más remotas, estaba retornando al seno del Tiempo. Estaba dominado por el puro éxtasis de la vida, por la oleada de la existencia, por el goce perfecto de cada músculo, de cada articulación, de cada nervio, y todo era alborozo y delirio, expresión en sí misma del movimiento que lo hacía correr triunfante bajo la luz de las estrellas y sobre la materia inerte y helada”.
London decidió seriamente ponerse a escribir. Después de algún desengaño con editores informales, consiguió un primer éxito con El gato negro y al mismo tiempo entró en contacto con otros escritores. Sobre todo, escogió la forma más eficaz de llegar al público y ganar dinero: imprimir sus historias en revistas populares de bajo coste. En 1900 ganó unos 2.500 dólares con ese procedimiento. Al cambio actual, son unos 75.000 dólares, es decir, unos 52.000 euros. London ya se podía ganar la vida como escritor. Más aún: muy pronto iba a convertirse en el escritor mejor pagado de su tiempo. Y apenas tenía 25 años.
Aparece entonces otro London: el esforzado buscavidas pasa a ser un hombre próspero y con posibilidades para hacer cosas. Como lo suyo es la acción, se lanza a ello. Su experiencia como proletario le había despertado una agudísima conciencia social, de manera que London se convierte en un apóstol del socialismo. El socialismo norteamericano de 1900 tenía poco que ver con lo que luego se entenderá en Europa con ese concepto, pero, en todo caso, no dejaba de ser una fuerza de transformación social.

Conciencia social

¿Fue London un líder socialista? Realmente, no. Más aún, mientras lanzaba prédicas socialistas se hizo propietario: se enamoró del valle de Sonoma, se compró un rancho (Rancho Hermoso) y puso todo su empeño en convertirlo en la mejor granja del Estado de California. Aplicó las mejores tecnologías agrarias disponibles y obtuvo excelentes cosechas de heno, pero aquello no dejaba de ser el capricho de un excéntrico. De hecho, el rancho costaba más de lo que producía.
Y si no fue un líder socialista, ¿fue al menos un agitador social? La verdad es que tampoco. En sus libros había defendido un principio muy en boga entonces: que el matrimonio no debía regirse por el amor, sino por la capacidad reproductiva. Todo lo cual venía combinado con una especie de feminismo elemental, con la defensa del sufragio femenino. Pero London, que efectivamente se casó con Bess Madern expresamente sin amor y para tener hijos –y tuvo dos, ambas niñas: Joan y Bess-, se comportó siempre como un tópico varón patriarcal y, además, terminó dejando a Bess para casarse –por amor- con la escritora Charmian Kittredge.
Lo que London supo hacer muy bien fue construirse una enorme popularidad: denunciando abusos e injusticias, derrochando vitalidad y energía, incluso haciendo propaganda de su propia fuerza física, con ruidosas fotografías de torso desnudo. A la altura de 1915, London era en realidad una factoría de sí mismo. Fue el primer escritor que colaboró con la industria del cine y vio llevadas a la pantalla varias de sus historias. También fue el primero en prestar su nombre para comercializar objetos, desde prendas de ropa hasta productos de alimentación. Se construyó un barco propio, el Shark; también una mansión propia, además de su propio rancho. Y todo eso se sostenía en un ritmo de trabajo casi tan agotador como el de las brutales industrias de su adolescencia. Así publicó, entre 1900 y 1916, más de medio centenar de libros. Algunos de ellos, por cierto, acusados de plagio.
Ese rayo fulgurante que fue la vida de London empezó a apagarse en 1913. Primero, su mansión se incendió. Para quitarse el disgusto emprendió un largo crucero por el Pacífico Sur, pero entonces la salud empezó a fallarle. Tuvo que vender el barco. Su rancho, por otra parte, se había convertido en un pozo sin fondo. Obligado a escribir mucho más de lo que podía producir, London empieza a consumirse a sí mismo. Murió el 22 de noviembre de 1916, con los riñones destrozados, víctima de una uremia. La leyenda dice que se suicidó. No es cierto: sencillamente, el cuerpo dejó de funcionarle por el exceso de alcohol y por la morfina. Tenía sólo cuarenta años de edad. Está enterrado junto a su esposa Charmian en el Parque Histórico Jack London, en Glen Ellen, California; una tumba simple marcada con un pedrusco musgoso.
Enamorado de la acción, pero pesimista; de un realismo descarnado y, sin embargo, defensor de valores éticos fundamentales, Jack London es una voz inseparable de su tierra y de su tiempo: una tierra en la que todo era posible, en un tiempo que era el del nacimiento brutal de la modernidad. Contradictorio sin complejos, lo que nos queda en su obra –El lobo de mar, Colmillo blanco, La llamada de la selva- es un canto a la vida y al valor de las personas en las circunstancias más duras. Con un poco más de alma, habría sido tal vez el autor cumbre de su tiempo. No lo fue, pero leerle es como correr por la nieve, empujado por un trineo de perros, oyendo silbar el viento bajo grandes abetos. Es el aire vigoroso y fresco de la aventura primordial, lejos de las falsedades y artificios de una civilización mezquina. Por eso vale la pena rescatar a Jack London.
 
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