«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Joseph Roth: de judío comunista a católico reaccionario

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Joseph Roth.


Batalla de Solferino, 1859. El ejército austriaco ha invadido el Piamonte italiano. El ejército francés acude en ayuda de los piamonteses. Será un choque tremendo, con más de 100.000 hombres en cada lado de la línea. El ejército austriaco lo manda el propio emperador, Francisco José I, aquel monarca que gobernaría el imperio austrohúngaro durante la friolera de 68 años. En un momento de la batalla, cuando el emperador pasa revista a las tropas, alguien le presta unos binoculares. El reflejo del artefacto convierte al emperador en fácil blanco para el enemigo. Un oficial, Trotta, que lo advierte, se precipita sobre el emperador. En ese mismo momento, una bala se dirigía contra Francisco José. El cuerpo del joven oficial Trotta recibirá el proyectil. Ha salvado la vida del emperador. Trotta, por fortuna sólo herido, será ennoblecido por el hecho.

“Déjelo estar”

Pero la historia no acaba aquí sino que, más bien, aquí comienza. Ocurre que, después de la batalla, los libros de Historia austriacos comienzan a relatar el suceso, y lo hacen de manera fantástica, imaginando cargas de Caballería con el emperador en vanguardia. Trotta, que no entiende tanta fantasía, dedica su vida a desmentir todas aquellas fábulas: quiere que se cuente la estricta verdad. Por todas partes, sin embargo, recibe la misma respuesta: “Déjelo estar”. Llega incluso a ver al propio emperador, y éste le contesta lo mismo: “Déjelo estar”. Con ese oficial Trotta comienza realmente la historia. Su hijo será gobernador de una provincia remota del imperio. Su nieto, también oficial, terminará muriendo durante la primera guerra mundial en un servicio menor, transportando baldes de agua. Pero lo importante no son esos grises destinos individuales, sino la manera en que se abrazan al devenir del imperio austrohúngaro, aquel invento medieval que sobrevivió durante siglos, pero cuya supervivencia se debió, en buena medida, a que cualquier reformador recibía la misma respuesta de que recibió Trotta: “Déjelo estar”.
Este es el planteamiento de La marcha Radetzky, la novela más celebrada de Joseph Roth, que es uno de los grandes libros del siglo XX y que, además, nos ofrece una visión tan amarga como melancólica del imperio austrohúngaro, aquella construcción política que mantuvo unidos a los pueblos y reinos centroeuropeos durante siglos, que saltó hecha pedazos en la primera guerra mundial y cuya descomposición iba a generar un sinfín de guerras y calamidades; la última, las guerras civiles de los Balcanes. El propio Roth viviría un destino parecido.
Roth empezó judío y comunista y terminó católico y reaccionario. En medio, un sinfín de tragedias personales. ¿Pero quién es este Joseph Roth, el autor de La marcha Radetzky? Roth era un judío austrohúngaro. Había nacido como Moses Joseph Roth en 1894, en una familia de comerciantes de la región de Galitzia, hoy escindida entre Polonia y Ucrania. Su padre abandonó a la familia y Roth se crió con tíos y abuelos. Era una familia relativamente acomodada, de manera que Roth pudo estudiar en buenos colegios e incluso seguir una carrera universitaria en Lemberg (hoy Lviv, Ucrania) y en Viena. En Viena acabó sus estudios: Literatura y Filosofía. Era 1916. Europa ardía. Roth se alistó en el ejército austriaco, en un regimiento de tiradores. El Imperio no sobrevivió a la guerra. En su lugar aparecieron naciones nuevas: Austria, Hungría, Checoslovaquia… Sus despojos se los repartieron otras potencias. Joseph Roth se quedó sin patria.

La decepción soviética

Esta “pérdida de la patria” no fue algo que Roth sintiera de inmediato; más bien fue un proceso del que iría tomando conciencia a medida que el escritor iba sumergiéndose en la nueva realidad. Como la mayoría de los intelectuales judíos de aquel momento, la primera orientación de Roth fue inequívocamente socialista: fascinado por la revolución soviética, en la que veía la promesa de una humanidad nueva, nuestro autor se convirtió en una voz claramente de izquierda en la prensa austriaca, primero, y alemana después. De esta época data una de sus primeras novelas: La tela de araña, una crítica del nacionalismo alemán que esta demasiado teñida por las ideas socialistas que por entonces Roth profesaba. El periódico liberal Frankfurter Zeitung (antecedente del actual Frankfurter Allgemeine Zeitung) le nombró corresponsal, lo cual le permitió viajar por toda Europa. Y fue justamente en uno de esos viajes, hacia 1926, cuando descubrió la verdad sobre la Unión Soviética.
“Entré en Rusia como un bolchevique convencido y salgo del país como monárquico”. Eso le dijo Roth a Walter Benjamín. ¿Qué había visto Roth en la Unión Soviética para experimentar semejante giro? Había visto el
socialismo real: ciudades de gentes grises y mal vestidas, sin poesía, sin pasado, dominadas por la prisa y donde hombres y mujeres fruncen el ceño; un mundo sin vida privada, con la existencia obligatoriamente escindida entre las asambleas y la fábrica; una sociedad que había desterrado el lujo y las frivolidades, pero donde los denostados “burgueses” habían sido reemplazados por una nueva especie de casta dominante, lo que Roth llama “el proletario-filisteo”. En las páginas de su Viaje a Rusia, Roth describe a un Estado que ha impuesto por decreto un racionalismo banal y primario, una vida sin metafísica y una nueva moral sexual que sepulta el erotismo y convierte a la mujer “liberada” en un asexuado “factor social de producción”. El comunismo, para Roth, ya no era el camino.
Desorientado, Roth vuelve los ojos hacia sus raíces judías, pero éstas le quedaban demasiado lejos ya. Su familia era de judíos “asimilados”, es decir, más alemanes o austriacos que propiamente judíos. “Mi judaísmo nunca me pareció nada más que un atributo accidental –escribía Roth a Stefan Zweig-, algo así como mi bigote rubio –que lo mismo podría haber sido negro-. Nunca sufrí por ello. Nunca me enorgullecí de ello”.
Su libro Judíos errantes, de 1927, cuenta el periplo de los judíos orientales hacia Europa Occidental después de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Soviética, pero lo que a Roth le interesa aquí no es el hecho de que sus protagonistas sean judíos, sino la brutalidad del cambio de vida que el destino ha deparado a estos emigrantes. Ese cambio brutal del mundo es también el tema de otro libro inmediatamente posterior, Fuga sin fin, sobre la peripecia de un soldado austriaco que regresa de la cautividad en Siberia y se encuentra de repente con una sociedad distinta. Y este es ya el tema clave en Roth: el viejo mundo ha muerto y él se siente profundamente huérfano.

La gran tragedia europea

Roth no careció de éxito. En su época del Frankfurter Zeitung fue el periodista mejor pagado de Alemania. Después, hacia 1930, una de sus novelas, Job (un relato situado en la lucha de los judíos de Europa Oriental, con una analogía moderna de la historia bíblica), le procuró muchísima fama. Y en 1932 publicaba La marcha Radetzky, la novela que después le consagraría como uno de los grandes nombres de la literatura del siglo XX. Es la época en la que Roth se convierte al catolicismo. Pero al mismo tiempo, la tragedia iba a golpearle duramente en el plano personal. Primero, su mujer perdió la razón y Roth tuvo que ingresarla en un manicomio. Después, Hitler llegó al poder y el escritor se vio obligado a abandonar Alemania. Se trasladó a Viena, pero la presión nazi sobre Austria era insostenible: Roth hace el petate y vuelve a exiliarse: Praga, Ámsterdam, finalmente París.
La vida de Roth en el exilio francés significa una inmersión definitiva en la tragedia personal. Por una parte, escribe sin parar. En 1934 publica El Anticristo, que es una defensa del humanismo contra el nazismo, el comunismo, el patrioterismo, la tecnología y el cine de Hollywood, que Roth consideraba formas hermanas de barbarie. Después vendrán, en cascada y entre otras, El triunfo de la belleza, El busto del Emperador, La balada de los cien días, Confesión de un asesino… También en París escribe La cripta de los capuchinos, que es un epílogo a La Marcha Radetzky. Pero mientras escribe todo eso, su salud se va minando por el dolor y por el alcoholismo. En otoño de 1938 sufre un infarto. A la primavera siguiente ingresa en un hospital por una grave enfermedad pulmonar. No sobrevivirá.
Roth murió en París el 27 de mayo de 1939. Su entierro fue un extravagante ritual en el que comparecieron, juntos, judíos y católicos, comunistas y monárquicos: jirones de los cambios salvajes que Europa estaba viviendo. La última novela de Roth fue La leyenda del santo bebedor, historia de un clochard que vive bajo los puentes del Sena y que recibe doscientos francos con la obligación de restituirlos a la santa Teresita de Lisieux. Y ni siquiera la muerte iba a privar a Roth de nuevas tragedias: su mujer, aquella que estaba internada en un manicomio en Alemania, fue asesinada, objeto de eutanasia legal, en aplicación de las leyes hitlerianas para eliminar enfermos mentales.
¿Por qué Roth hoy, aquí y ahora? Roth es imprescindible porque es un testimonio palpitante de la gran tragedia europea, de aquella inmensa guerra civil europea que duró cuarenta años, desde el crimen de Sarajevo hasta la caída del Berlín hitleriano, y cuyo resultado fue la extinción de Europa como centro del mundo. Otros poderes tomaron el relevo: los Estados Unidos, con aquella barbarie optimista del dinero que tanto disgustaba a Roth, y la Unión Soviética, con su triste y brutal racionalidad que el escritor había descubierto en su viaje a Rusia. Roth no vivió para ver el final de la tragedia: su propia muerte, tan sórdida, forma parte de la gigantesca desventura de Europa. Y en aquellos años finales nos dejó un mensaje que para los europeos de hoy es mucho más que nostalgia: en la tradición, esa antigualla que hemos tirado por la borda, había oculto un tesoro. Perderlo ha sido una de nuestras mayores calamidades. ¿Lo podremos reencontrar?

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