‘Cualquier nación que desee producir expresiones culturales dignas tiene que empezar por reconocer las de sus ancestros’, asegura también de Prada.
Si dentro de unos años se erigiese un templo en honor a los escritores malditos, debería estar presidido por una escultura de Juan Manuel de Prada, que no es sino una mezcla entre Bloy y Chesterton. Nacido en Baracaldo, de Prada libra desde hace años un duelo a muerte con nuestra época. La combate en todos los ámbitos: en el estético (su estilo literario evoca tiempos pretéritos más luminosos), en el intelectual (a las inmanentes pseudofilosofías contemporáneas opone un ideal católico y trascendente) y en el moral (no en vano, frente al voluntarismo y el nihilismo posmodernos, propugna una ética teleológica trufada de certezas).
Aunque participe en diversas tertulias televisivas y radiofónicas en las que habla de ‘cuestiones politiquillas para ganarse el sustento’, de Prada prefiere ser recordado por sus novelas, que escribe dejándose ‘la vida en el empeño’. Ganador del Premio Planeta, entre sus obras más destacadas figuran Morir bajo tu cielo (en la que narra la epopeya de ‘los últimos de Filipinas’); Mirlo blanco, cisne negro; El castillo de diamante; y Las máscaras del héroe.
Este conspicuo escritor presenta en La Gaceta su más reciente publicación, Los tesoros de la cripta (Ed. Renacimiento), un ensayo en el que le descubre al espectador medio ‘películas muy valiosas que han sido ocultadas por razones de todo tipo’.
En su libro se define como cinéfilo voraz y omnívoro. Una definición a la que acaso habríamos de añadir el término ‘excéntrico’.
Ya en la infancia sentía verdadera pasión por el cine. Durante más de treinta años de mi vida, he visto como mínimo una película al día. He sido un cinéfago, por así decirlo. De hecho, en mi adolescencia tenía las dos vocaciones: la de director de cine y la de escritor. Siempre he sentido ese gusanillo, que ha sido a la larga venenoso; pues cuando me he acercado al mundo del cine, la fortuna no me ha acompañado.
Después de ingentes años viendo películas variopintas, me invadió el deseo de conocer mejor el paisaje. Muchas veces nuestro conocimiento de las artes es fragmentario, similar a aquél que deriva de la visita a un museo (aparte de ser aburridos, en ellos está vedada la búsqueda personal). Llegado un determinado momento, tanto en lo referido al cine como a la literatura, me percaté de que para zambullirme en la evolución de una expresión artística debía conocer también el clima en que las obras maestras se desarrollaron. Y, para lograrlo, era fundamental ver películas que no han pasado a la historia por razones diversas.
Esto no lo hacía por buscar la rareza, sino movido por la avidez de explicaciones y por la progresiva convicción de que la selección de películas que se nos ofrece responde a determinados intereses. Ya sea porque en un determinado momento se impone una corriente estética concreta, o porque en un determinado momento triunfa una ideología concreta.
¿El propósito de Los tesoros de la cripta sería, pues, acercar al gran público esas películas silenciadas por intereses diversos?
Efectivamente. En este ensayo trato de mostrar películas muy valiosas que han sido ocultadas por razones de todo tipo.
En el prefacio del ensayo clama contra Internet, al que acusa de empobrecer la necesaria búsqueda personal de películas valiosas.
Internet, en contra de lo que se dice interesadamente, no ha contribuido a aumentar la curiosidad y la sed de conocimiento, sino a una mayor fanatización de las masas. Es decir, te ofrece aquello que deseas para alimentar tus obsesiones, tus perversiones, tus preferencias… Así, torna tus intereses cada vez más angostos y monocromos. Esto es una evidencia indiscutible.
Por otra parte, robustece tus fanatismos. Puedes tirarte todo el día, en una especie de regurgitación constante, alimentándote de aquello que tú quieres y prescindiendo de todo lo demás. El pornógrafo, que antes debía conformarse con comprar una revista guarra una vez a la semana en el quiosco, ahora puede dedicarse a ver pornografía cuanto tiempo desee. Lo mismo ocurre con la persona envilecida por la politiquilla del día a día, que puede estar horas y horas leyendo sobre Puigdemont y sus movimientos. Es una especie de pesadilla kafkiana.
¿Ha fomentado Internet cierta homogeneidad de gustos y preferencias?
Sí. En una época como ésta, en la que todo está supuestamente a nuestro alcance, no vas a coincidir nunca en una cena con una persona que te hable del cine mudo escandinavo, con otra que te cante las bondades del cine australiano de los años 60 y con otra que reflexione sobre cine documental soviético. ¡No! Todas te hablan de la misma puñetera serie de Netflix que está de moda. Internet ha debilitado la masa crítica social, pues toda pesquisa intelectual y espiritual es más verdadera cuando es costosa, cuando implica esfuerzo.
También defiende que la irrupción del sonido en el cine fue fundamentalmente empobrecedora.
Sin duda. El cine es imagen en movimiento y capacidad poética para mostrar realidades que el ojo no ve. Todos los avances tecnológicos – desde el sonido hasta los efectos – han ido apartando el cine de esa visión poética y clarividente de la realidad. Hoy en día el cine no es sino una especie de gran pirotecnia que carece de imágenes con el poder conmovedor del que sí gozaban en los primeros años. Hasta el punto de que ha entrado en una fase de decadencia y superfluidad: las salas se llenan con películas repletas de estruendos, de rudeza, de espejismos… No existe capacidad de conmover con cosas mínimas.
En el libro habla de algunos directores, cineastas, despreciados por la crítica por su forma de ver el mundo, por sus ideas… Menciona a Cecil B. DeMille y a Edgar Neville, por ejemplo.
En este libro, efectivamente, hablo de cine maldito por muchas razones. En este sentido, reivindico cinematografías o épocas históricas que han sido denostadas por motivos ideológicos. La reivindicación más fuerte que hago es la del cine español de las décadas de los 40 y 50. En ese contexto, ensalzo a una serie de directores españoles que o bien han sido vilipendiados por razones ideológicas, o bien han sido asimilados de forma burda, esquemática, al franquismo.
La imagen que se ha impuesto del cine franquista es la de un cine acartonado, anticuado, de charanga y pandereta. Y lo cierto es que esta imagen es falsa. En general, es un cine muy diverso y muy moderno (asimila con gran rapidez las corrientes más cosmopolitas al casticismo español) que cuenta con cineastas verdaderamente talentosos que nos legan obras maestras: Rafael Gil, Edgar Neville, Ignacio Iquino… ¡Incluso las películas religiosas, a las que habitualmente se estereotipa como rudimentarias, presentan una gran complejidad.
Cualquier nación que desee producir expresiones culturales dignas tiene que empezar por reconocer las de sus ancestros, su tradición.
En esta época presuntamente libre, todo cineasta introduce en sus películas tópicos políticamente correctos
Dedica también varias páginas al cine fascista italiano.
Así es. Se trata de un cine al que se ha despreciado como pomposo y acartonado, pero que, en realidad, tiene obras maestras extraordinarias como La corona de hierro. Esta película, dirigida por Alessandro Blasetti, es pura fantasía y, además, desató las iras de Goebbles, que la consideraba pacifista. Me entusiasma el cine italiano; Italia es como mi segunda patria.
Quizá la película italiana más conocida por el público español, o más venerada, sea Cinema paradiso. ¿Qué opinión le merece a usted?
Es cierto que es una película emotivista, por momentos algo tramposa. Sin embargo, la considero bella y muy vigorosa. Apela a sentimientos y experiencias que todos hemos vivido. A pesar del cariz ligeramente demagógico que le imprime Tornatore, es una obra que toca la fibra sensible. ¡Por cierto! Una de las películas que aparece proyectada en el ‘Cinema Paradiso’, Ulises, figura también en mi libro.
A menudo se desprecia el cine de épocas pretéritas – o desarrollado en regímenes concretos – por su carácter supuestamente propagandístico. Pero quizá se olvida que hoy en día también se producen ingentes películas sistémicas.
Indudablemente. Yo diría, de hecho, que las películas actuales son más sistémicas que nunca. En épocas pasadas, el cineasta era consciente de las constricciones que le imponía la censura, del corsé que le impedía expresarse artísticamente con libertad. Por eso, lo que hacía el director era deslizar unas cargas de profundidad muy fuertes que a menudo pasaban inadvertidas para el espectador más lelo. Fijémonos en La vida en un hilo. En ella subyace una diatriba contra la vida aburguesada y los matrimonios aburridos.
Hoy en día, en cambio, no existe sensación de censura externa, pero la adhesión del artista a los paradigmas culturales de la época es genuflexa e inquebrantable. En esta época presuntamente libre, todo cineasta introduce en sus películas tópicos políticamente correctos: homosexuales buenos, católicos machistas, curas rijosos, mujeres sometidas al macho… Una serie de clichés verdaderamente sonrojantes que, dentro de cincuenta años, cuando todas las ideologías en boga no sean más que reliquias grotescas, llamarán mucho la atención. Las expresiones artísticas de nuestra época son, en general, lacayunas.
No existe arte sin conflicto dramático, y el drama exige una agonía en la que el ser humano tiene que enfrentarse al mal y vencer o ser vencido
Le gustó la serie The young pope. A pesar de que su apariencia sea sistémica y posmoderna, en ella subyacen ideas muy interesantes.
No siendo Sorrentino santo de mi devoción, debo admitir que esta serie resulta molesta tanto a la corrección política rampante como al oficialismo católico capón y chupóptero; a ese oficialismo católico que no cree en nada y quiere estar en la pomada. Es molesta incluso para la imagen que se pretende proyectar del papado tras el Concilio Vaticano II.
Se trata de una serie muy sarcástica, llena de perfidias y de maldades hacia la moral católica, pero que muestra cierta reverencia a aquel catolicismo antañón que era capaz de enfrentarse al mundo. Y esto se antoja muy perturbador para ese oficialismo que es conservador con Juan Pablo II, pseudotradicionalista con Benedicto XVI y progre con Francisco. En cambio, a un católico bien formado que abomine de esta gran hipocresía del oficialismo le puede resultar muy interesante y la va a brindar motivos de regocijo interior. Hay escenas verdaderamente deliciosas.
Sorrentino presenta a Pío XIII, una papa retraído y que rehúye las apariciones públicas.
Sí. Se trata de un pontífice que se rebela contra ciertos desvaríos de la Iglesia posconciliar. Así, renuncia a todos estos viajes pachangueros, supuestamente pastorales, y a la proyección mediática general. Son ideas tan tradicionales que son novedosas. Es una serie que lanza muchos retos a un católico que no sea mojigato.
En su momento alabó Silencio (la última película de Scorsese), una obra que desagradó bastante a cierto sector de la Iglesia.
Las razones por las que esta película fue denostada son absolutamente apriorísticas y cerriles. Casi no merece la pena discutir. Las personas que criticaron a Scorsese no saben lo que es el arte; desconocen que no existe arte sin conflicto dramático, y que el drama exige una agonía en la que el ser humano tiene que enfrentarse al mal y vencer o ser vencido. En determinados círculos católicos, se pretende que una película haga una apologética almibarada y de exaltación del heroísmo cuando la humanidad no es heroica muchas veces.
La película muestra una serie de dilemas a los que el hombre se enfrenta con su libertad imperfecta. Por eso, es muy interesante desde el punto de vista moral y artístico. Muestra un drama verdadero.
¿Ha escrito algún guión cinematográfico?
Sí, alguna vez…
¿Con qué resultados?
Siempre negativos. Escribí un guión de mi novela La tempestad, para la que se hizo una adaptación cinematográfica, pero lo cambiaron entero y produjeron una película que nada tenía que ver con mi libro.
¿Un buen novelista es necesariamente un buen guionista?
En modo alguno. Puede llegar a serlo, por supuesto, pero no es automático. Los géneros literarios exigen condiciones muy diversas. Es verdad que tanto en un guión como en una novela se exige mucha imaginación, pero la manera de plasmar esa imaginación en una historia exige condiciones diferentes. La novela debe ser un retrato del alma que muchas veces nos lleva a la introspección, a presentar a un personaje concreto también en su soledad más íntima. Mientras, el guión requiere que ese personaje esté siempre en acción. Que trate con otras personas, que se muestre a través de los diálogos.
Uno puede ser un excelente novelista y un pésimo guionista. Y viceversa, claro.