Todo juicio sobre el manco genial es temerario, pero casi nadie puede resistirse. A lo mejor es ironía que para acercarnos a Miguel de Cervantes, al inventor de la novela tengamos que escribir otra, la de su vida. Los eruditos le han seguido la pista encajando breves apuntes encontrados en interminables legajos. En realidad ni siquiera era manco, el arcabuzazo de Lepanto no consiguió arrancarle la mano izquierda, aunque la inutilizara para siempre. En la misma jornada, ésa que él creía que recordarían tantos siglos, fue herido también en el pecho. Miguel nunca tuvo suerte.
De niño ya se recorrió media España, huyendo su padre, el cirujano, de las deudas y los fracasos, porque la mala fortuna cervantina parece que era hereditaria. Con veinte años, y nada más imprimir sus primeras letras, cruzó la espada con quien no debía, y aunque salió victorioso del duelo tuvo que escapar de la justicia. Al menos esta vez -y sólo ésta-, la fuga sí resultó un éxito.
Ya en Italia se hizo soldado de los tercios, y recorrió la bota de Europa empapándose del otoño del Renacimiento. Pero el Turco tenía -como siempre, como ahora- la idea de venir a visitarnos, y el Papa y Venecia, y España, sobre todo España, quedaron para edificar un muro de galeras en el Mediterráneo. La de Cervantes se llamaba Marquesa, él ya era alférez. Aunque el día de la batalla se encontraba enfermo, no hizo caso de su capitán que le mandaba reposar bajo cubierta. Parece que no se arrepintió nunca de no esconderse, siempre se mostró más orgulloso de las heridas que recibiera aquel día que de todas sus páginas escritas. Cuando le cicatrizaron continuó haciendo la guerra en Italia, y después quiso regresar a España con las magníficas credenciales de sus hechos de armas, a cobrase algo de la gloria que había ganado. Pero los corsarios abordaron su galera, y en vez de pasear su galones por Valencia se encontró cautivo en Argelia. Llevaba sus méritos escritos de puño y letra de Don Juan de Austria y esa distinción, que debía valerle tanto en su patria, se transformó en multiplicación de sus desdichas, porque creyeron los mahometanos que un tipo tan distinguido valdría un espléndido rescate.
Cinco años en Argel. Cuatro intentos de fuga. Con el dinero que reunieron sus padres se pudo liberar a su hermano, pero Miguel tuvo que esperar a que los frailes trinitarios pagaran su parte, muchísimo más elevada.
Cuando volvió por fin a casa debía ser un hombre muy distinto. Además de la novela, a lo mejor Cervantes fue también el precursor de la bohemia, y dicen que por eso su padre se murió apenado sabiendo la vida desordenada de su hijo. Escribió teatro pero no fue un éxito. Lope ya lo despreciaba. Tuvo una hija natural, y oficios esporádicos, y se casó con una jovencita que tampoco habría de hacerle feliz. Recaudó impuestos para la Invencible, y es raro que los supersticiosos no le hayan cargado también, por contagio, el desastre de la Armada. Lo que si le imputaron fue el desarreglo de las cuentas. Casi se percibe cierta incapacidad, cierta indolencia para afrontar lo cotidiano, así que después de las mazmorras de Argel se acomodó también a las prisiones de Sevilla. Entre esos barrotes le nació la idea del hidalgo universal, quizá para sobrevivir imaginándose a alguien más desdichado que él mismo.
Volvió a Valladolid, y allí volvió a estar preso por un oscura muerte en las puertas de su casa. Ni siquiera el éxito de su Quijote, que se propagó rapidísimo y que brillará más tiempo que la hazaña de Lepanto, pudo aliviarle de las estrecheces económicas que le persiguieron hasta el final. Quizá acabó envidiando a Quijano, y le hubiese gustado más morir cuerdo y vivir loco. Pero todo juicio sobre el manco genial es temerario.
Nació en Alcalá de Henares en 1547. Fue poeta, soldado, dramaturgo, alcabalero y novelista. O más exactamente fue inventor, que en justicia es suya la patente de la novela. Su Quijote conecta el Renacimiento con el siglo XIX, pero probablemente ni siquiera llegó a sospechar que había escrito la Capilla Sixtina de la literatura. Murió el 23 de abril de 1616. Le heredaron Dickens, Dostoyevski, Twain, Unamuno, todos, incluso los que nunca le han leído.