Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Mircea Eliade.
Durante milenios, toda cultura ha sido siempre una cultura religiosa. Sólo el occidente moderno ha aspirado a construir una cultura de la que se pudiera expulsar a Dios. Así ha nacido una civilización enteramente materialista, cosa inédita en la Historia. Sin embargo, el hecho religioso, pese a todo, permanece. No es posible erradicarlo. Y bien: ¿Cómo se acerca al hecho religioso un hijo del materialismo, alguien que ha perdido ya el vínculo tanto con la tradición como con la fe? La respuesta a esa pregunta es el continente que exploró Mircea Eliade, considerado el fundador de la Historia de las Religiones como disciplina científica.
Eliade era rumano. Nació en Bucarest, hijo de un oficial del ejército, en 1907. Se formó en un ambiente muy tópicamente moderno: positivismo, materialismo. La revolución soviética había estallado en 1917. En los años siguientes habrá revoluciones comunistas en Alemania y Hungría. Envuelta por el caos social y político, Rumanía vive sin embargo momentos de auténtico esplendor económico en un régimen de capitalismo liberal. ¿Esplendor económico? Sí, pero a costa de aniquilar la tradición cultural y religiosa del país. Esa es la Rumanía en la que crece Mircea Eliade.
Fue un estudiante caótico: sobresaliente en algunas materias, mediocre en otras, toda su atención iba dirigida a la colección de insectos y plantas que atesoraba en su buhardilla. Al mismo tiempo, se sumerge en fantasías literarias. Con catorce años publica su primer cuento: Cómo encontré la piedra filosofal. Después, se analiza a sí mismo: escribe La novela del adolescente miope.
De la India a París
Nuestro autor estudia Filosofía. Como tema para su memoria de licenciatura escoge el Renacimiento italiano. Marcha a Italia para estudiar el asunto in situ y allí ocurre algo que cambiará su vida: conoce al filósofo hindú Surendranat Dasgupta. Era 1928. Este caballero abrirá a Eliade un mundo desconocido: la tradición espiritual de la India. Enamorado de su descubrimiento –y también de la hija de Dasgupta, todo sea dicho-, Eliade se marcha a la India. Estará allí, en Bengala, tres años. Aprende sánscrito, estudia el yoga y el tantrismo, se recluye una temporada en el Himalaya. En la India escribe su primera novela: Isabel y las aguas del diablo. Cuando el maestro Dasgupta se entera de que Eliade bebe los vientos por su hija, se acabó lo que se daba: nuestro autor abandona la India y vuelve a Europa. Pero ya es un hombre nuevo.
Eliade vuelve a Rumanía en un momento tan efervescente como delicado. El país hierve. La prosperidad de años pasados se ha disuelto y ahora afloran a la superficie sus estragos: la decadencia moral, la crisis espiritual. Mircea Eliade entra en la órbita de la Legión de San Miguel Arcángel, un grupo de carácter a la vez político y cultural, embrión del singular fascismo rumano, que propone construir un hombre nuevo y un estado impregnado de espiritualidad. Esa ebullición política es gemela de una gran agitación cultural. Numerosos grupos, frecuentemente enfrentados entre sí, claman en la arena pública. En la misma órbita ideológica aparecen nombres como Eugene Ionesco, Vintila Horia, Emil Cioran… Eliade, por su parte, escribe sin parar. Funda la revista Zalmoxis, publica las novelas Maitreyi, Los jóvenes bárbaros, La señorita Cristina…
Inmerso en mil carambolas, en 1938 nuestro autor termina en un campo de concentración por sus simpatías políticas: la Legión está siendo duramente reprimida. Sale de allí cuando cambian las tornas y consigue que le nombren agregado cultural de la embajada rumana en Londres. Pero empieza la segunda guerra mundial, Rumanía y Gran Bretaña rompen relaciones y Eliade va a parar a la embajada de Bucarest en Lisboa. Allí, por cierto, conocerá a Ortega y a Eugenio D’Ors. No han acabado las tribulaciones para Eliade: Rumanía había empezado la guerra al lado de Alemania, pero la termina bajo la bota soviética. Nuestro autor, hondamente anticomunista, se refugia en París. Consigue ganarse la vida dando clases en la Sorbona, pero el gobierno comunista rumano, que considera a Eliade un traidor, presiona para que se le aparte de la docencia. Vive entre enormes apuros, al borde de la miseria. Pero escribe sin parar. Y alumbra algunas de sus obras fundamentales: El mito del eterno retorno, El chamanismo y, sobre todo, Tratado de Historia de las Religiones.
Reivindicación de lo religioso
La clave de su pensamiento es ese Tratado de historia de las religiones. ¿Por qué fue importante ese libro? Por su planteamiento del hecho religioso. Hasta ese momento, imperaban las doctrinas que desdeñaban lo religioso. Para los marxistas, la religión era una creación artificial, una “superestructura” construida para legitimar un sistema de poder. Para el materialismo liberal, que en general recogía el credo positivista, lo sagrado era un estadio primitivo del progreso humano, una fase pretérita –y que, por tanto, debía ser superada- en el camino del hombre hacia el conocimiento pleno, encarnado en la ciencia. Pues bien, Eliade se aparta de todo eso. Lo religioso no es ni una creación artificial ni un estadio pretérito, sino un hecho con sentido propio, que hay que entender por sí mismo y desde sí mismo.
Lo religioso no existe porque alguien lo haya inventado para engañar al pueblo, ni porque corresponda a una forma de inteligencia primitiva, sino porque está inscrito en la naturaleza misma de la conciencia humana. La relación con lo sagrado es parte esencial de lo humano: literalmente nos constituye, y ello es así hasta el punto de que no puede entenderse la humanidad sin la religiosidad. Quien pretenda explicar lo religioso desde fuera de la religión –como un relato, como una predisposición psíquica, etc.- se condena al fracaso: entender lo religioso implica aceptar, de entrada, que lo sagrado es tanto una experiencia subjetiva como una realidad objetiva. Lo llevamos dentro y nos proyecta sobre el mundo. Nos permite tomar conciencia de que somos hombres insertos en una totalidad que tiene sentido.
Esa obra marcó el resto de la vida de nuestro autor. En 1956 es invitado a la cátedra de Historia de las Religiones en la Universidad de Chicago. Eliade fue para nueve meses y permanecerá allí treinta años. Al mismo tiempo comienza a publicar junto con Ernst Jünger la revista Antaios, dedicada al estudio del mito y del símbolo. Y además, edita con Kitagawa y Lang la revista History of Religions. El punto culminante de su investigación es la monumental Historia de las creencias y de las ideas religiosas, de 1967, que le consagra como el máximo especialista del siglo –se dice pronto- en esta disciplina.
Lo sagrado como aparición
¿Cuál es el planteamiento de la Historia de las creencias y de las ideas religiosas de Eliade? Grosso modo, su método consiste en una combinación de distintos instrumentos de análisis. Primero, el objeto: lo que se ha de estudiar es el hecho religioso en sí mismo, el momento en que lo sagrado se hace patente, es decir, las hierofanías. No basta con compilar los fenómenos religiosos a lo largo de la Historia; hay que intentar entender la experiencia religiosa. A partir de ahí, hay que empezar por una perspectiva de tipo histórico, que permite situar cada fenómeno religioso en el tiempo. Después hay que completar eso con una perspectiva fenomenológica, es decir, tratar de entender el sentido profundo de cada manifestación religiosa, por primitiva que sea. Luego viene un tercer momento: el hermenéutico, o sea, la interpretación, que debe permitirnos comprender ese fenómeno religioso y situarlo entre otros fenómenos del espíritu humano. El objetivo es entender no sólo lo que el fenómeno religioso significa para el hombre que lo ha vivido, sino, además, qué puede decirnos a nosotros, los hombres modernos.
El estudio de lo sagrado, el símbolo, el mito y el rito nos demuestra que el hombre es, esencialmente, homo religiosus, un ser religioso por definición. Ahora bien, eso tiene sus implicaciones: para empezar, traza un puente entre todas las experiencias religiosas que en el mundo han sido y son y serán. Así lo religioso se manifiesta como un fenómeno universal. Eso no significa que todas las religiones sean iguales o tengan el mismo valor –Eliade no entra en ese tipo de evaluaciones-, pero sí permite deducir que existe una unidad espiritual de la humanidad.
Los existencialistas –empezando por Heidegger- habían reiterado la causa de la desazón del hombre: la fugacidad temporal, el tiempo que pasa y nos aniquila. Eliade llamará a eso “la caída en la Historia”. Pero sobre ese paisaje de desolación, sobre esa experiencia del límite existencial que es el tiempo que se acaba, lo religioso amarra al hombre, le devuelve los lazos que le unen a la existencia. ¿Por un discurso, un relato, una narración? No: por una realidad objetiva que es lo sagrado, y que actúa como piedra angular sobre la que descansa todo el peso de la realidad. Gracias a lo sagrado –sostiene Eliade- comprendemos nuestra situación en el mundo y nos comprendemos a nosotros mismos. El paso de lo profano a lo sagrado es el auténtico progreso del hombre: nos permite subir al nivel de lo verdaderamente real. El hombre es homo religiosus. Y por eso las crisis del hombre moderno son en gran parte crisis religiosas: porque arrancan del olvido de la dimensión religiosa de la humanidad; son una toma de conciencia de que se ha perdido el sentido de la vida.
Su tragedia interior
Y a todo esto, ¿Eliade era una persona religiosa? En realidad esa es la pregunta que torturó a nuestro autor durante toda su vida. En 1942 se definía como un pagano clásico que ha dedicado lo mejor de sí a cristianizarse, pero sin dar un paso adelante. Y reconocía también sufrir crisis religiosas frecuentes que le empujaban tanto a la desesperación como a un deseo de ascetismo. Lo que siempre sintió –explicaba el autor- era una pasión hondísima por las formas objetivas y eternas de la religión. De algún modo, su situación interior recuerda a la del científico que, a fuerza de mirar a su objeto de estudio con la distancia neutra del intelectual, termina siendo incapaz de sentir la menor vibración afectiva por él. Y así Eliade, que vivió entregado a la religión, no pudo o no supo dejarse empapar por lo sagrado.
Mircea Eliade acabó sus días en los Estados Unidos. El régimen comunista rumano intentó atraérselo varias veces. Eliade siempre se negó. Se negó incluso a visitar Rumanía: puso como condición que se permitiera la edición de sus obras en su país natal, pero el Gobierno rumano no estaba dispuesto a pagar semejante precio. Nuestro autor murió en Chicago el 22 de abril de 1986.
¿Por qué, en fin, nos interesa hoy Mircea Eliade? Sin duda es posible reprocharle que, en sus investigaciones, intelectualizó lo religioso hasta el punto de vaciarlo de sacralidad; es posible, en efecto. Pero lo que hace a Eliade importante a nuestros ojos, lo que le da una enorme dimensión para cualquier pensamiento disidente, es más bien esto otro: en un siglo que se aplicó tenazmente a desterrar lo religioso de la vida humana, Mircea Eliade supo ver que el sentimiento religioso forma parte imprescindible de la experiencia humana; que no es posible concebir al hombre si prescindimos del elemento religioso; que una humanidad sin sacralidad no es propiamente humanidad. Y con esa afirmación, documentada hasta hacerla irrefutable, Eliade borraba de un plumazo la petulancia de una civilización que había pretendido expulsar a Dios.
“Hacerse hombre significa ser religioso”, decía Mircea Eliade. En esa frase se condensa toda la profundidad de su obra. Y esa es la idea que sigue martilleado hoy, por encima y por debajo de una civilización –la nuestra- que es la primera civilización materialista de todos los tiempos.