Es evidente que el personal, en el que me incluyo, está harto de los comportamientos de muchos de nuestros políticos. Prebendas y corrupción son aguijones que se clavan en todos aquellos que por la crisis hemos ido a menos. ¿Cómo puede ser que cuando el sueldo de los españoles ha disminuido notablemente e incluso muchos logros sociales para el personal de a pie han ido a menos, los chollos del ámbito político permanezcan? Si a esto le añadimos el rosario de casos de corrupción en los que, amén de los corruptores, siempre aparecen políticos, tenemos un caldo perfecto para condenar sin más a todo aquel que se dedique a la cosa pública. El político vive ahora bajo permanente sospecha y eso no es justo. El enroque de los partidos, las acusaciones al adversario como arma política y su incapacidad para tomar medidas eficaces han hecho de la sospecha la normalidad. Si a esto unimos la baja profesionalidad de alguna prensa cuanto no sus prejuicios ideológicos que la subjetivizan sobremanera, el volcán erupciona de continuo y la lava no distingue entre unos y otros.
El peligro es que ante esta psicosis se manche el nombre de personas inocentes acusándolas de falsos comportamientos que son creíbles por el ambiente de corrupción reinante. ¿Qué pasa entonces con ellos?
Hoy ha sido Monago, el presidente de Extremadura el que ha tenido que probar su inocencia. Hace bien poco, Xavier Trias, alcalde de Barcelona, tuvo que demostrar la suya. Así vamos mal. De los dos personajes me separan cuestiones ideológicas pero, ¿qué tendrá esto que ver con su honradez y la mía?
No entiendo nada. ¿Por qué ahora aplicamos la presunción de culpabilidad tan facilmente? ¿Podremos repudiar y combatir la corrupción si tan fácilmente nos corrompemos aceptando sin más cualquier acusación infundada? ¿Alguien me lo explica?
