Todo es para bien, incluso una mala tarde de toros. Cuando la tarde de toros resulta apoteósica, uno no está para pensar sobre la fiesta, sino para vivirla hasta sus últimas consecuencias. De sobra se tiene entonces con sentir el estremecimiento de la belleza y, a la vez, la nostalgia de no poder retener el prodigio, traspasado en un instante. La media verónica, con esa plenitud suya paradójica, recoge bien el espíritu de una eternidad fugaz. Pero si la tarde se tuerce, todo sigue siendo para bien, porque se salva con la reflexión. La reflexión, como sugiere su nombre, endereza lo que se había doblado. En esto también tenía razón nuestro benemérito Cervantes: «—Metafísico estáis. —Es que no como.»
Aunque no lo digamos, sabemos los españoles que, mientras haya toros, España seguirá siéndolo
Dicen los ingleses, como ingleses que son, que mientras haya monos en Gibraltar, la colonia seguirá siendo suya. Aunque no lo digamos, sabemos los españoles que, mientras haya toros, España seguirá siéndolo. Lo saben muy bien los que han escogido el toro bravo como tótem en nuestras banderas no oficiales; y lo saben con muy malas ideas los que atacan la fiesta, pero no lo de los corderos musulmanes, por ejemplo.
Incluso los que atacan a los toros cooperan para el bien. El sentimentalismo animalista, la persecución del consumo de carne, el ecologismo que es capaz de arruinar el campo y abandonar las hermosas dehesas nos han puesto muy fácil exponer cuántas cosas sostiene con bravura la fiesta, esto es, por qué la tauromaquia es indispensable. «Los bueyes doblan la frente/ impotentemente mansa/ delante de los castigos», como observó Miguel Hernández. No es el caso del ejemplar toro bravo.
Es evidente, pero, además, como la tarde en la que pienso estas líneas no se ha dado bien, estoy reflexivo. Aunque los contrarios de la fiesta nos dan hecho el trabajo de adivinar qué nos gusta y que no, voy a intentar llegar al fondo. Dejemos las banderillas, tomemos la muleta metafísica y caminemos —con consciente fatalidad— hacia los medios.
Mi amigo Santiago Páez hizo carrera como banderillero (en los dos sentidos, porque corría en el ruedo más que nadie) en los años en los que estudiábamos juntos precisamente la carrera (donde no corrimos tanto). A pesar de tanta correría, Páez bufaba furioso cada vez que alguien se refería al toreo como «deporte», que es algo que él no pensaba perpetrar jamás. Prefería hasta los insultos de los antitaurinos. Tenía razón; y yo bufo cuando me dicen que el toreo es economía (y me hacen las cuentas, que son importantes, como es lógico y matemático) e incluso cuando me explican que es cultura y que Goya y Picasso y todo eso. No porque los toros no sean ni un sector económico fundamental ni una fuente de cultura y de inspiración a otras artes, del mismo modo que hace deporte (con perdón) el banderillero que corre tras poner en todo lo alto (o no) su par, y el torero que se pone en forma durante el invierno. Son realidades subalternas. El toreo es —citemos de frente y desde lejos— religioso. (Que no católico, ni mucho menos, que eso en España hay que explicarlo, porque oímos «religioso» y nos vence la querencia.)
El toreo es una reliquia del rito sacrificial que tan bien explicó René Girard en La violencia y lo sagrado y en Veo a Satán caer como el relámpago. No tiene nada que ver con la caza del zorro de los ingleses, que es paralela en todo caso a la caza con galgos española, y mucho es. Todas las características que expone el gran antropólogo francés que se daban en las religiones paganas aparecen, nítidas, en una tarde de toros, incluyendo la veneración al animal sacrificado, que se admira antes, durante y después. De pocos animales se pondera tanto la belleza, la estampa, la estirpe, el nombre propio; ninguno se cuida tanto. Es el pharmakós griego redivivo. En la unanimidad (representada en el círculo de la plaza) que se produce en la corrida (ya sea por el fervor o la furia, según se dé la faena) culmina un proceso que, desde tiempos inmemoriales, tenía como función sanar las heridas y restañar las divisiones sociales que destruyen la comunidad.
Siendo España la depositaria de una pervivencia antropológica única en el mundo, se entiende que tenemos la responsabilidad con la humanidad de conservarla
A partir de la comprensión, se entiende el rito y se desprende la belleza; aunque sea por fortuna un camino que se puede andar también de vuelta, y, a través de la belleza, asumir la importancia del rito y atisbar la almendra de lo sagrado. Que la única fe que es superior a la pagana, esto es, la cristiana, esté cegando sus propios manantiales de belleza, su capacidad creadora de cultura y su veneración del rito, tendría que preocuparnos profundamente, aunque será en otro artículo, que ya esta faena de hoy es bastante complicada por sí misma.
Siendo España la depositaria (principal, porque también Francia y Portugal, Colombia, Ecuador, México y Perú) de una pervivencia antropológica única en el mundo, se entiende que tenemos la responsabilidad con la humanidad de conservarla, aunque la ONU no lo comprenda, como no comprende casi nada. En este momento de la historia, cuando todo trabaja para enfrentarnos en facciones cada vez más pequeñas, frenéticas y feroces, no podemos permitirnos despreciar este recordatorio de que la belleza y el sacrificio, siendo tan valiosos en sí mismos, se ponen al servicio de la concordia social, que es clave. Ahí (en esa estocada hasta la cruz del significado último) confluyen las dos fes.
Pero si no me he explicado bien, tampoco pasa nada. Ya sabemos que todo es para bien y podrán ustedes reflexionar por su cuenta. Me conformaré con cerrar el artículo con una media tendida, recibiendo. Recuerden (sean taurinos o no) que hoy quieren imponernos a toda costa el veganismo, la estabulación industrial del pensamiento y el desprecio (Goya, Picasso, Gaya, García Lorca, Rafael Morales…) por la cultura española. Y no olviden cómo los toros («la cordillera de toros/ con el orgullo en el asta», que decía Miguel Hernández) se revuelven implacablemente, siempre de cara. Y esto, mientras esperamos la faena catártica, donde no hará falta explicar nada.
Ahora pienso en los ritos sacrificiales del sabio y viejo Mediterráneo que España ha sabido heredar y embellecer y me recito con Gómez Dávila: «Soy un pagano que cree en Cristo» y a Chesterton: «Incluso las cosas paganas las conservan sólo los cristianos». Cuando la faena sea gloriosa, seré menos metafísico, lo prometo. Catártico, musitaré apenas un «Olé», que es el «amén» taurino.