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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El PACMA y el regreso de los dioses

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Cuando aún no ha pasado una semana de la celebración de las Elecciones Generales, en este tiempo de posibles pactos, destaca, al margen de tan oscuros arreglos, la cantidad de votos obtenida por el antes denominado Partido Antitaurino Contra el Maltrato Animal y hoy renombrado Partido Animalista Contra el Maltrato Animal, vulgo PACMA. Nada menos que 284.848 españoles introdujeron en las urnas la papeleta en la que figura la cabeza de un toro, reliquia de aquel primer impulso antitaurino, al cual se acerca un ingrávido pájaro verde. Un 1,19 % de los votantes se decantó por tal partido, o lo que es lo mismo, casi igual cantidad que los que dieron su voto al Partido Nacionalista Vasco, añeja y racista formación –Euskadi y Ley Vieja– que, aupada por el sistema electoral, podrá emplear sus 5 escaños para seguir chantajeando a la Nación española desde la Carrera de san Jerónimo. Pese a las diferencias existentes entre el animalista PACMA y el católico PNV, algo les une: su hispanofobia. No en vano, el partido hoy renombrado comenzó llamándose Zezenketen aurkako eta animalien aldeko alderdia, y en 2010 hubo de negar pertenecer al entorno de ETA, dejando en el aire la sospecha. En cualquier caso, todo parece indicar que el PACMA accederá al Congreso en una próxima ocasión, pudiendo allí impulsar sus objetivos -«en PACMA creemos en un mundo más justo para todos»-, esos cuya consecución exigirá el borrado o al menos la difuminación de las líneas que separan a los hombres del resto de animales, singularmente la macrofauna, toda vez que protozoos y amebas parecen quedar al margen de ese «todos» aludido.

El terreno ya viene, en cierto modo, ecológica y sosteniblemente abonado, si tenemos en cuenta que algunas de las aspiraciones pacmanianas ya se han logrado. En lo relativo a su antitaurinismo, ya son unas cuantas las regiones y municipios españoles donde la lidia del toro bravo está prohibida, singularmente en la Cataluña en la que se mantienen los correbous, seña identitaria de una tierra plagada de plazas de toros en los cuales campaba por sus respetos el denostado flamenquismo tan caro para los impertinentes viajeros del XIX. Por otra parte, y pese a que los nacionalistas catalanes ya hicieron su tarea en tal frente, en contra de sus pares vascos que difícilmente podrán en un futuro próximo erradicar las corridas de toros, que tales caprichos y desajustes existen entre los históricos miembros de GALEUSCA, la aspiración maximalista del PACMA también cuenta con un camino abierto gracias a las simpatías que por el Proyecto Gran Simio han sido mostradas en ese mismo Congreso que todavía se resiste a los animalistas pata negra. Fue hace ya una década cuando, a instancias del PSOE, en concreto gracias a la iniciativa del doblemente verde –al verde omeya andalucista y el verde ecologista- Francisco de Asís Garrido Peña, se tramitó una proposición no de ley pidiendo el reconocimiento de los simios como sujetos de derechos humanos, es decir, como personas, pues los derechos son, inequívocamente, instituciones humanas sólo posibles en un estado civilizatorio concreto de cuyo paralelo animal no tenemos todavía noticia.

La proposición, que hoy despierta menos chanzas que en 2006, hemos de situarla en la estela de ese krausismo que surtió, de forma representada o no, de tantos contenidos ideológicos al PSOE de Zapatero. En efecto, sépanlo o no quienes participaron del zapaterato, el krausista español Julián Sanz del Río ejerció una gran influencia en lo que respecta al tema que nos ocupa. Su pacifismo panenteísta -el mundo es un ser finito que se desarrolla en el seno del Dios infinito- es plenamente compatible con proyectos irenistas como esa Alianza de Civilizaciones que el PP de Rajoy no ha desactivado y por una idea armonista de la Naturaleza como la que opera en el fondo de muchas de las aspiraciones de las organizaciones animalistas. En tal contexto, todo parece indicar que, o bien el PACMA acaba accediendo al Congreso, o gran parte de sus anhelos serán debidamente incorporados en las ofertas programáticas que los partidos mayoritarios ofrecerán en el próximo escaparate electoral a los ciudadanos españoles con derecho a voto.

La cuestión animalista, como es sabido, involucra muy diversos aspectos de la realidad española. Por un lado, es patente la contradicción que, en lo relativo al toro bravo, al margen de su identificación como símbolo español, suscita el enfrentamiento entre ambientalistas y animalistas. Si los primeros quieren salvar los ecosistemas o nichos ecológicos, la dehesa, donde crece el toro de lidia, debe salvaguardarse, si bien dicha salvaguardia está enteramente condicionada por la propia existencia de un animal criado para morir en la arena. Por lo que respecta a los animalistas representados por el PACMA, la salvaguardia del toro, impidiendo su sacrificio, supondría una enorme merma de ejemplares, pues es conocido el alto precio que supone conseguir el trapío propio de un toro que ha de comparecer en la plaza. En definitiva, la prohibición de las corridas comprometería la existencia del propio toro tal y como ha sido fabricado, mediante selección, por el hombre. Por otro lado, frente a ambas posturas ideológicas, aparecen problemas de otra escala que ponen el foco en algo en lo que no parecen reparar estos cultivadores del Mito de la Naturaleza. Tanto unos como otros, especialmente los más fanatizados, obvian una tozuda realidad: el hecho de que tanto los animales como los ecosistemas citados se encuentran dentro de una sociedad política concreta. Así es, tanto toros como dehesas forman parte de la capa basal de una sociedad política llamada España cuyo desarrollo hacia el capitalismo de mercado pletórico se llevó a cabo al alto precio de descapitalizar en gran medida el medio rural que ahora encuentra como modo de vida la cría de toros, de esos cerdos que han sido erradicados de ciertos menús para respetar la superstición mahometana, o del mantenimiento de cotos de caza en los que en ocasiones se juntan, bien pertrechados, hombres progresistas tales como Garzón –Baltasar, que no Alberto-o Bermejo.

 

Concluimos. Parece fuera de toda duda el previsible auge de un animalismo más o menos intenso. Los hechos parecen volver a dar la razón a Gustavo Bueno cuando en su obra El animal divino (Oviedo 1985) ya apuntaba la posibilidad de una reconciliación del hombre con la naturaleza, ya sea por la vía del ambientalismo, por la del animalismo o por la confección de démones con apariencia de animales humanizados o de superhéroes terrenales o cósmicos. El filósofo español es también autor de estas palabras: «El hombre hizo a los dioses a imagen y semejanza de los animales», unos dioses para los que el PACMA trata de reconstruir su panteón.

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