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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La sentencia catalana y la letra pequeña

El Tribunal Constitucional ha venido a decir que una Cataluña soberana no cabe en la Constitución española de 1978. Es una obviedad. Pero también ha dicho que es posible tramitar por otras vías el “derecho a decidir”, lo cual concede una vía de salida a los separatistas catalanes. En realidad toda la doctrina constitucional española es así: una serie de afirmaciones categóricas –por ejemplo, que la nación es indivisible- inmediatamente matizadas, atemperadas o incluso contradichas por la letra pequeña del propio texto –por ejemplo, que en España existen “nacionalidades y regiones”-. En este caso, la letra grande dice que no cabe un referéndum catalán por la independencia y la letra pequeña echa agua al vino al reconocer, en términos políticos y no jurídicos, la viabilidad de un “derecho a decidir” que, a no dudarlo, va a convertirse en nuevo caballo de batalla del separatismo.

Quedémonos, de momento, con la letra de la ley. No es mala noticia. Es bueno y sano que la ley muestre su vigencia, porque eso garantiza la seguridad de las personas y las instituciones. Ahora bien, la ley, para estar de verdad vigente, ha de encontrar acto seguido una voluntad política dispuesta a ejecutarla. Y en regímenes de opinión pública como el nuestro, la voluntad política tiende a subordinarse a la fuerza de la legitimidad, es decir, a que la gente encuentre razonable y bueno aplicar la ley. Aquí es donde empiezan los problemas, porque es un hecho que la nación española reformulada en 1978 jamás ha hecho el menor esfuerzo por legitimarse como tal ante sus propios ciudadanos. Antes al contrario, los únicos que llevan 35 años construyendo en entera libertad una legitimación de su propio discurso nacional son precisamente los separatistas, hasta el punto de que una parte ya mayoritaria de la opinión en el País Vasco y Cataluña es abiertamente secesionista.

En estas condiciones, hace falta un sentido del Estado muy notable para aplicar la ley cuando su letra se opone a la voluntad de las mayorías. Tal sentido del Estado se halla completamente ausente en la mayor parte de nuestra clase política. Así hemos llegado a esas situaciones en las que un gobierno autonómico desobedece la ley sin que nadie le castigue por ello, como pasa en Cataluña con la cuestión de la educación en castellano o en el País Vasco con la ley de banderas. Aún peor, también hemos visto que los propios tribunales aceptan como jurídicamente razonables iniciativas fundadas en principios antijurídicos, como han hecho los tribunales de Barcelona al aceptar una denuncia formal de la Generalitat contra la libertad de expresión en nombre de un inexistente “pueblo catalán”. Es una evidencia que esto no ocurriría si el poder ejecutivo de la nación (española) se sintiera respaldado no sólo por la ley, sino también por la opinión. Y es también una evidencia que, en España, el poder ejecutivo de la nación se viene plegando sistemáticamente ante la voluntad política de los enemigos de la unidad nacional. La pregunta es por qué.

En un viejo texto publicado en Razón Española, “Del sistema del 78 a la España del 98”, traté de argumentar que nuestro régimen se fundamenta en dos realidades paralelas: hay una realidad formal que es la Constitución en un modelo democrático, y hay una realidad fáctica que es el denso tejido de pactos bajo cuerda en un modelo partitocrático. La letra grande de la doctrina constitucional se atiene a la realidad formal, pero la letra pequeña surte sistemáticamente de munición a esa otra realidad fáctica que es la que cabalmente nos gobierna. Sospecho que la sentencia catalana del Tribunal Constitucional vuelve a ser un perfecto ejemplo de esa doble realidad. Y uno lee sus líneas y le vienen a las mientes un enésimo cambalache entre un poder central que no puede aceptar la ruptura la nación y unos poderes separatistas que necesitan seguir agitando sus banderas para que el sistema funcione. Para que funcione, sí, porque en España, y esta es sin duda nuestra mayor contradicción, el sistema se basa en una perpetua tensión entre el interés general del Estado y el interés neofeudal de las facciones de poder. Interés este último, por cierto, que no cabalga solo en las carteras de los partidos separatistas, sino también en los portfolios de entidades financieras, compañías eléctricas, grupos mediáticos, etc. Todo eso es lo que se olfatea bajo la letra pequeña de esta última sentencia del Constitucional.

El día que el Tribunal Constitucional dicte una sentencia favorable a la unidad nacional sin reservas, ese día tal vez cambien las cosas. El día que el poder ejecutivo exhiba una inequívoca voluntad política de afianzar la unidad nacional, ese día tal vez cambien las cosas. El día que España, la nación de todos, entienda que no puede hacer valer la ley si al mismo tiempo no se preocupa por sembrar su legitimidad en las conciencias de los ciudadanos, ese día tal vez cambien las cosas. Mientras todo eso no pase, seguiremos en las mismas: una nación que en cada paso adelante ahonda su propia fosa. Por eso es tan urgente reformar de cabo a tabo el sistema de 1978. Y no sólo la Constitución; también esa otra realidad paralela, fáctica, que nos ha convertido en una nación sin destino.

 

www.josejavieresparza.es

 

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