‘Una familia de bandidos’ presenta al lector moderno un mundo a la vez familiar y tan ajeno como si transcurriera en tierras exóticas y remotas.
Que la Historia la escriben los vencedores es un tópico que se cumple, como casi todos los tópicos, implacablemente. No hablo aquí de este o aquel pasaje menor, una guerra o un régimen, sino del régimen en el que vivimos, las ideas que damos por descontadas y autoevidentes, las estructuras no solo políticas, sino también sociales y culturales que ni siquiera quienes se llaman a sí mismos ‘antisistema’ osan cuestionar.
Esa historia está, por así decirlo, grabada en piedra y repetida incesantemente en todos los manuales al uso. Es la oficial, la que no admite revisionismos, y que empezó con la Revolución Francesa.
En Francia, el suceso que marcó convencionalmente su origen –la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789– se ha convertido en la Fiesta Nacional, y para el resto en el pistoletazo de salida de nuestra era, al punto de que todo lo que había antes, pintado siempre con los pintores más oscuros, lo denominamos aún Antiguo Régimen.
En la versión oficial se admiten errores -el Terror, sobre todo-, pero como una fase breve y casi perdonable que, con la perspectiva de los años y siglos posteriores, parece un bajo precio que pagar por todo lo que trajo.
Es lo que hace singularmente que Una Familia de Bandidos adopte la forma de una carta de una anciana a sus nietos, un relato familiar, contando unas vicisitudes vividas en primera persona como quien revela un terrible secreto que el mundo se ha conjurado para mantener oculto.
Porque eso es esta novela: por un lado, el más directo y evidente, la historia de una familia de la pequeña nobleza provinciana en el Anjou; por otro, la tragedia que Francia y, por extensión, el mundo ha mantenido callada, disimulada, manipulada y escondida hasta hace no muchos años. Nos referimos a las Guerras de la Vendee, el primer genocidio político de la Historia.
La Revolución fue, como casi todas las cosas grandes en Francia, un asunto casi exclusivamente parisino. En París triunfó el nuevo régimen que luego habría de imponerse al resto de Francia, y el país lo acogió en general sin grandes altercados, también en la Vandea, en el Oeste francés.
De hecho, los problemas no empezarían hasta 1791, cuando se obliga a los sacerdotes a someterse a una iglesia cismática creada por los revolucionarios, la Constitución Civil del Clero, condenada por la Santa Sede, y a expulsar de sus parroquias a los curas que no se sometan. Los campesinos de la zona responden inicialmente ignorando a los parrocos ‘oficiales’ y protegiendo y dando asilo y escondite a los fieles, a ‘sus curas’, que siguen oficiando en bosques y graneros.
Pero no estalla la resistencia armada hasta que la Convención impone el reclutamiento obligatorio, en 1793. Y no solo porque llevarse a los campesinos a la guerra era dejar muchos hogares desasistidos y muchas cosechas sin recoger, sino porque obligaba a esas gentes de profundas convicciones cristianas a defender una República que representaba la negación de todo lo que creían. Sin jefes, sin experiencia militar alguna, sin organización, los campesinos buscan y lo encuentran, para mortificación del guión oficial, no en un noble decidido a recuperar perdidos privilegios, sino en un chamarilero y antiguo sirviente, Jacques Cathelineau, llamado luego ‘el santo de Anjou’.
Ante la sopresa generalizada, las victorias de los sublevados se suceden. Toman Saumur y Angers. En la Convención estalla la furia. “¡Destruid la Vandea!”, exclama Bertrand Barère de Vieuzac.
En el verano de 1793, el Comité de Salud Pública ordena que se envíen varios ejércitos a la región. Las familias vandeanas tienen que huir cruzando el Loira hacia Le Mans y Normandía. El 23 de diciembre de 1793, los restos del Ejército Católico y Real son aniquilados en Savenay. Literalmente; en palabras del General Westermann ante la Convención: “No tengo un solo prisionero que reprocharme, los he exterminado a todos”.
Acaba así la fase de resistencia y empieza la pura y dura liquidación. En Nantes, Jean-Baptiste Carrier se complace en las mayores atrocidades, ahogando a 10.000 civiles inocentes en el Loira. Mientras, las ‘columnas infernales’ de Turreau arrasan la Vandea, masacrando a pueblos enteros, incendiando aldeas y granjas, destruyendo cosechas entre diciembre de 1793 y junio del año siguiente.
Lo que hace más terrorífica esta escalada del terror contra campesinos indefensos es que ya no eran amenaza alguna, el peligro se había conjurado y los ejércitos vandeanos habían sido vencidos y aniquilados, y las tropas revolucionarias cosechaban victorias en el exterior. No basta con vencer la resistencia, hay que aplastarla. Como escribían al General Haxo representantes en misión de reconocimiento, “hay que aniquilar la Vandea porque ha osado dudar de los beneficios de la libertad”.
Una Familia de Bandidos no tiene la menor pretensión de resumir este ‘populicidio’ atroz, como lo definió el diputado radical contemporáneo Babeuf. Es solo lo que dice ser, una historia personal, un caso, que se cuenta al amor de la lumbre, lejos de los oídos de los burócratas, para que al menos las nuevas generaciones conozcan la verdad.
Pero precisamente por eso expone con mayor eficacia y viveza lo que fue una era, una mentalidad y una forma de entender el mundo que ha sido y aún hoy es sistemáticamente difamada y caricaturizada, una existencia animada, bendecida y presidida por la fe.
La narración tiene, en un sentido, dos autores: Jean Chaurrau, el jesuita que recibió el manuscrito de manos del nieto de quien lo cuenta, la verdadera autora, María de Sainte-Hèrmine, quien explica al principio el objetivo que se ha marcado para escribirla: dar a sus descendientes a conocer mejor la historia de su familia “ los beneficios de que Dios la ha colmado, beneficios amargos, sin duda, pero preciosos a la vez”
Directa, sencilla y lineal, con las leves pero conmovedoras inexactitudes e imprecisiones y las reflexiones esperables en un recuento de recuerdos, Una familia de bandidos presenta al lector moderno un mundo a la vez familiar y tan ajeno como si transcurriera en tierras exóticas y remotas. Es nuestra historia, la de nuestros antepasados, viviendo conforme a la visión y las normas que construyeron nuestra civilización.