Hace hoy cuarenta años, la selección española disputó el partido más belicoso de su historia. En medio de un ambiente terrible, los nuestros lograron el triunfo pese a la desmedida violencia del contrario.
Jarcha, José Luis Perales, Miguel Bosé y Camilo Sesto luchaban por la hegemonía musical con rivales inesperados como Elsa Baeza -su “Credo” era número uno en los Cuarenta el 30 de noviembre de 1977- o los sulibellantes nicaragüenses de Palacagüina, que exhibieron canciones muy teología de la liberación y compartían protagonismo con el destape o las novedades políticas de la época. Micky presentó su “Enséñame a cantar” al festival de Eurovisión -entonces acontecimiento interplanetario- y aún sonaba el “Por qué te vas” de Jeanette, ricura inglesa con algo de acento francés y cara de niña buena por más que la letra afirmara una rebeldía invisible a ojos de cualquiera. O a lo mejor es que lo era -rebelde- dada su estricta formalidad entre tanta teología campesina y tan claros preludios de dudosas irreverencias ramoncinescas. Brillaba el sol en nuestras ventanas, las estaciones no nos hacían llorar, la muerte se antojaba rumor lejano y José María Íñigo los presentaba a todos en salas de fiesta donde el personal vestía de boda y las rubias, serias y estilosas, se fumaban doblados los paquetes de Sombra.
Tiempos de asombro televisivo. Los españoles abrían mucho los ojos cuando ciertos exiliados irrumpían en sus hogares o un falangista barbudo, camisa azul al pecho y guitarra en mano, llenaba la pantalla con el canto de que la tierra debía ser para quien la trabajara. Y luego estaban personajes imposibles de olvidar como Jesús Hermida o Alfredo Amestoy, del que más tarde también conocimos una no disimulada adscripción joseantoniana.
La selección española, más que a cantar, necesitaba que le enseñaran a ganar. Llevábamos once años sin oler un campeonato mundial -nos perdimos México, nos perdimos Alemania-, y al último no fuimos porque Yugoslavia venció uno-cero en el decisivo partido de desempate. Al coincidir con ellos otra vez, tenía pinta de que terminaríamos siendo enemigos históricos irreconciliable y desde luego que fue así porque balcánicos e ibéricos iban a encontrarse de forma reiterada en partidos donde a la moneda le gustaba caer de canto. Esta vez, para ir al Mundial de Argentina 1978, los dos quedaron encuadrados junto a Rumanía. Dos veces debíamos atravesar el muro de Berlín.
Como los rumanos quedaron fuera de combate tras estrepitosa derrota en su propio terreno, Yugoslavia y España eran los únicos combinados con posibilidades de clasificación. El Maracaná de Belgrado -feudo del Estrella Roja- sería escenario de un partido donde nos enfrentaríamos a un conjunto capaz de sostener el pulso al más pintado y cuya columna vertebral estaba conformada por futbolistas del Hadjuk Split. Contábamos con la ventaja de que una derrota mínima también nos calificaba, pero -con todo- los yugoslavos eran favoritos.
Aunque su fiesta nacional era el 29 de noviembre, el Gobierno decidió posponerla un día para que coincidiera con el encuentro y permitió, además, que los militares accedieran gratis al estadio. Su misión sería ocupar lugares estratégicos de la grada, arengar al resto del público y culminar la guerra psicológica contra unos futbolistas hispanos que, en sus paseos por Belgrado, sufrían a viandantes muy convencidos de golear. Porque la selección arribó la semana anterior al gran partido -a la gran batalla- y hasta el entrenador Kubala, temeroso de casi todo lo que pudiera ocurrir, encargó al doctor Delgado la supervisión detallada de todo lo que fueran a comer y beber los jugadores. No descartaba un envenenamiento.
Una y media de la tarde, miércoles 30 de noviembre. Tal día como hoy. Muchos colegios decidieron liberar a sus alumnos, España entera se movilizó ante la televisión y, a miles de kilómetros, un estadio lleno desde dos horas antes clamaba por Yugoslavia y presionaba a los nuestros. El equipo ibérico salió a calentar, pero la peligrosa lluvia de objetos les obligó a retirarse y hacerlo en el vestuario. Cien mil espectadores no tenían intención de permitir la derrota de su equipo y once españoles de camiseta roja y pantalón azul eran sólo apoyados por un pequeño grupo que exhibía el siguiente lema: “Somos de Cieza/ la tierra de Camacho/ España ganará/ porque son unos machos”. Aquella pancarta compartía un aire, un aroma, un no sé qué, con otra de 1946: “Si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos”. Toda una declaración de orgullo ibérico.
Miguel Ángel, Marcelino, Pirri, Migueli, Camacho, San José, Asensi, Leal, Cardeñosa, Juanito y Rubén Cano posaron junto a Ángel Mur, masajista, y el mítico utillero Antonio García que era como un padre para los jugadores y profesaba la fe joseantoniana con la misma pasión que Amestoy o el barbudo de la guitarra. En la imagen, Asensi, Migueli y Pirri parecen arengar al resto mientras Leal y Juanito casi se abrazan (siempre fueron íntimos amigos) y los demás, todos, muestran la mirada de quien no va a arredrarse bajo ningún concepto. Podrían perder, pero no ese día.
Por más que rebusquemos, parece misión imposible encontrar un partido tan brutal, tan violento, tan de trinchera, tan de primero el disparo y luego la pregunta, tan atravesado en cada acción por una emotividad especial, por una pasión casi bélica. Quienes lo vieron, jamás podrán olvidar.
Desde el primer segundo de juego, el equipo local se mostró tan violento que Juanito estuvo cerca de caer lesionado en el saque de centro. No pudieron con él, pero sí con un Pirri al que cazaron a poco del comienzo y remataron sobre el minuto quince. Su lesión -que le mantuvo apartado tres meses de los terrenos de juego- pudo ser clave dado el peso del madridista en el combinado nacional, pero le sustituyó Olmo, defensa azulgrana, para completar uno de los mejores partidos de su carrera deportiva. En la primera parte, salvó bajo palos y de forma heroica el balón que luego se estrellaría
contra el poste izquierdo de la meta defendida por Miguel Ángel. Así, entre faltas excesivas, amenazas, tirones de pelo, acoso al marco español y un árbitro inglés incapaz de expulsar a nadie, conseguimos llegar al descanso empatados a cero. A pesar de todo, la cosa marchaba.
El segundo tiempo discurría por caminos parecidos cuando, en el 71, Juan Gómez habilitó a Cardeñosa mediante pase profundo, este centró desde la banda izquierda y allí apareció Rubén Cano para, casi sin ángulo, conectar un derechazo que terminó dentro del arco rival. Toda España gritó como no volvería a hacerlo hasta que Señor consiguió otro gol histórico seis años después.
Con el acierto de nuestro delantero, las ansias yugoslavas disminuyeron, Kubala decidió guardar a Juanito para dar entrada a Dani -exquisito jugador del Athletic- y, en la retirada, el malagueño dedicó a la grada un gesto con el dedo pulgar apuntando al suelo. “Habéis perdido”. Ángel Mur trató de bajarle el brazo, pero la acción fue muy visible y provocó el lanzamiento de una botella que, tras romperse en la cabeza del jugador, le dejó inconsciente. España entera contuvo el aliento y José María García, siempre el primero de la clase, informaba al lado del desvanecido “siete” español. Este es uno de los más famosos sucesos acaecidos alrededor de la atribulada, desaforada vida de Juan Gómez. Más que una novela, hay pendiente un peliculón sobre él.
El partido concluyó, España venció con heroísmo, la euforia del triunfador se desparramó sobre el césped y Migueli tuvo que emplearse con contundencia cuando alguien trataba de arrebatar a Julio Cardeñosa el balón del partido. El bético se lo llevó a casa, y con las firmas de todos sus compañeros.
El cero-uno a Yugoslavia y la épica clasificación fueron, hasta 1983, la única tabla cierta a la que aferrarse en medio del pertinaz océano de las derrotas. Y además, permitió para siempre el consuelo de una remembranza jubilosa cuando la realidad, puñetera y desalmada, nos vuelve triste el corazón y necesitamos recordar.
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