He asistido a un seminario organizado por un conocido diario digital con motivo del primer aniversario de su aparición cuyo tema general son las grandes reformas que necesita España. Sucesivas sesiones sobre la justicia, las pensiones, la fiscalidad, la educación y los órganos reguladores, van tratando esta semana mediante coloquios a los que se invita a expertos la situación en cada uno de estos ámbitos y las medidas que se deberían tomar en la legislatura que ahora se inicia para corregir los defectos de nuestro sistema institucional y normativo y transformar España en un país competitivo, estable y próspero. Dado que este es un asunto sobre el que he pensado y escrito abundantemente a lo largo de los últimos años, he seguido con lógico interés todo lo que allí se ha tratado y discutido.
Pues bien, en las dos horas dedicadas esta mañana a la cuestión fiscal un representante de cada uno de los cuatro principales grupos parlamentarios, PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos, dos de ellos inspectores tributarios y dos economistas -no han especificado si de profesión o sólo de titulación- han desgranado los análisis y las propuestas de sus respectivas formaciones en relación al presupuesto público, los impuestos, el desequilibrio entre lo recaudado y lo gastado, las obligaciones derivadas de nuestra pertenencia a la zona euro, la austeridad, los supuestos o reales recortes y demás puntos propios de la convocatoria que nos reunía.
Dos horas dan para bastante y el cuarteto de oradores ha expuesto sus puntos de vista con profusión de datos y consideraciones técnicas sin que el componente ideológico enturbiase demasiado el debate. Todo lo que ha salido de esas cuatro elocuentes bocas, así como de las preguntas y las cuñas aportadas por el moderador y por un destacado miembro de la redacción, especialista de bien ganado renombre en periodismo económico, ha sido indudablemente interesante y correctamente argumentado, pero nadie, absolutamente nadie, se ha referido a lo largo de los ciento veinte minutos de rico intercambio de pareceres a un epígrafe concreto que, habida cuenta de los problemas que se abordaban, parecía obligado y sin duda crucial: la naturaleza del gasto de las Administraciones, su justificación y las posibilidades de reducirlo con el propósito de cuadrar las cuentas del Estado. En cambio, las distintas maneras de incrementar los ingresos vía aumento de la presión fiscal y de combate contra el fraude y la economía sumergida sí se han examinado con aparente delectación. Dicho de otra forma, para los cuatro intervinientes, cualificados representantes de la ciudadanía de cuyo trabajo, esfuerzo, creatividad e iniciativa se extraen los recursos que ellos manejan, el único camino para solucionar el déficit y el consiguiente endeudamiento es el aumento de lo que entra, y ni una palabra sobre cómo disminuir lo que sale.
Ni nuestra disfuncional y costosísima estructura territorial, ni la miríada de entes de variado pelaje y más que dudosa utilidad que pueblan la Administración paralela, ni las infladas plantillas de asalariados públicos no funcionarios ni la multitud de subvenciones clientelares o electoralistas que no aportan beneficio económico o social alguno, han merecido la atención de los cuatro diputados presentes que, en cambio, se han extendido y recreado sobre los posibles métodos para exprimir aún más a los sufridos contribuyentes. El célebre consenso socialdemócrata ha campeado sobre la sala sin resquicio de preocupación por la magnitud del gasto que manchase el pensamiento único keynesiano.
Tan llamativa ha sido la ausencia de esta perspectiva, bautizada no sin razón por la ciencia económica como la del buen padre de familia, que uno de los asistentes sentado en las filas del auditorio ha mencionado a la bicha y ha requerido a los diputados a pronunciarse al respecto. Con evidente incomodidad, como si el inquisitivo y anónimo hombre de la calle hubiese soltado un exabrupto o una grosería, se ha alzado un canto renuente a la necesidad de gastar de forma eficiente, aunque como principio genérico y sin entrar en molestos y escabrosos detalles.
Nuestra clase política a lo ancho de todo el espectro del hemiciclo del Congreso comparte una misma base conceptual a la hora de tratar la grave dificultad que representa un déficit recurrente e indomable: hay que apretar la tuerca de los ingresos y mantener incólumes o subir los gastos. Es como si un tabú protegiese el despilfarro hasta el punto que sólo pronunciar su nombre trajese grandes catástrofes y castigos divinos. Sin embargo, la reacción espontánea de los receptores de la sabiduría de los cuatro tribunos ha sido la de un aplauso cerrado a la pregunta sobre la necesidad de controlar el gasto, lo que demuestra una vez más que nuestra democracia degradada a partitocracia requiere de una revisión muy profunda de sus fundamentos si queremos evitar la ruina que nos acecha.