«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Hispanoamérica

3 de mayo de 2024

Para entender el proceso de fragmentación en el que se encuentra inmersa Europa conviene reparar en lo que ha sucedido con la noción de identidad. De un tiempo para acá, «identidad» se ha convertido en un concepto problemático. El asunto ha seguido una doble vertiente. Por una parte, las identidades consideradas fuertes, es decir, aquellas que tienen que ven con las nociones de patria, religión y cultura en sentido amplio, se han sometido a una tenaz campaña de desprestigio. Esto ha llevado a que se introduzcan en el debate público una serie de términos denigratorios que, pese a su eficacia inicial, ya empiezan a acusar los síntomas de un cierto desgaste. 

Por otro lado, ha surgido como fuerza emergente toda una constelación de microidentidades cuya capacidad de agitación del panorama social resulta inversamente proporcional al porcentaje real de población que representan. En el caso de España, estas microidentidades, cocidas en el caldero común de lo woke, han acabado entablando un curioso vínculo de hermanamiento con el populoso abanico de ideologías que tienen como punto de referencia la ruptura de la nación, por lo que no cabe descartar que ése sea, en última instancia, el crisol donde se funde el alma común de ambos movimientos disolventes.

Por descontado, ninguna de las corrientes mencionadas responde a un impulso espontáneo. Todas deben inscribirse en el marco de una dinámica de actuaciones que busca la conformación de sociedades débiles. Tras la II Guerra Mundial, buena parte de la clase política occidental puso en marcha un giro hacia lo etéreo con la intención de extirpar el cultivo de una serie de principios cuya exacerbación habría provocado, a su juicio, la hecatombe de una contienda planetaria. Pensaban que si la devoción a la patria, el compromiso con los principios derivados del cultivo de una fe religiosa y el sentido de pertenencia que otorgaba la adscripción a una tradición cultural propia se atenuaban hasta hacerlos casi desaparecer, al fin la paz estaría asegurada. 

A día de hoy, sin embargo, el objetivo ha dejado de ser la pacificación de Europa. De lo que se trata ahora es de su domesticación. Sujeta a los intereses de la política, se ha desarrollado una corriente de deconstrución civilizatoria que, desde la filosofía hasta la industria del espectáculo, pasando por la educación y el mundo de las finanzas, traspasa cada uno de los poros de la vida colectiva. La consecuencia más inmediata es una Europa de individuos atomizados, crecientemente desprovistos de identidad y que, por tanto, han tenido que resignarse a malvivir en la intemperie cultural más absoluta mientras civilizaciones más pujantes se aprestan a tomar el relevo. Y para mayor escarnio, en este continente sin pulso, que ya sólo parece inquietarse por su bienestar material, se escenifica ahora la siniestra paradoja de que los mismos líderes que han contribuido a su completo desarme moral nos advierten de la posibilidad de una guerra más o menos inminente. 

En el caso de España, esta inmensa operación de derribo ha causado estragos cuya magnitud debe medirse en relación al calibre de la realidad contra la que se arremetía. Los enemigos de la nación española se enfrentaban a una historia y una cultura de una riqueza abrumadora, atravesada por una vocación de universalidad que, con sus luces y sombras, constituye en su conjunto un episodio tan deslumbrante como insólito en los anales de la era moderna. Pues bien, su triunfo resulta incontestable desde el momento en que han logrado, además de la imposición de una versión falsificada de la historia, la instauración de un clima de indiferencia, cuando no de abierto repudio, hacia el conocimiento profundo de nuestro pasado. Por lo demás, y al contrario de lo que suele afirmarse, en esta la labor de zapa los propagadores foráneos del mito negrolegendario han jugado un papel menos prominente que sus secuaces hispanos. Quiere esto decir que los verdaderos artífices del destrozo, sus ejecutores más encarnizados y tenaces, han sido individuos cuya deuda con el país que les vio nacer se traduce en un resentimiento que –caso único en el mundo- cada día encuentra su cauce de expresión privilegiado a través de instituciones costeadas por los ciudadanos de esa misma nación de la que reniegan. 

Comprenderán ustedes entonces cuál era mi estado de ánimo cuando al día siguiente de su estreno en los cines de toda España acudí a ver Hispanoamérica, canto de vida y esperanza. Del documental de José Luis López Linares otros han resaltado ya su impecable factura técnica y el pulso de un guion que se enfrenta a su tema desprovisto del encogimiento pusilánime, el complejo de inferioridad o la mala fe a secas que ha venido exhibiendo durante décadas buena parte de la clase intelectual autóctona. Lo que hay aquí es un enaltecimiento de los lazos que nos unen con un continente al que por desgracia nos hemos acostumbrado a dar la espalda. Cada plano y cada elemento del guion, en la medida en que refutan algunos de los estereotipos más persistentemente mendaces de nuestra historia, suponen una potente reivindicación de la necesidad de rehabilitar ese gran espacio común que en sus días ya conoció un florecimiento inaudito a partir del hecho fecundo de su mestizaje. Esto último, por supuesto, es algo que nunca ha interesado a las potencias que dominan el concierto internacional. A ellas les conviene un ámbito hispánico pobre y sumiso, enredado en controversias fundadas en deformaciones ideológicas e intereses políticos rastreros, y en la denuncia de esa táctica erosiva la película realiza también algunos aportes valiosos. 

En una exacta armonización entre lo cultural y lo político, lo histórico y lo antropológico discurre este prodigio cinematográfico que, en su acumulación fastuosa de imágenes y músicas, plasma la esencia luminosa de una realidad caleidoscópica. «La verdad no uniforma, la verdad une», asevera en un momento de la cinta la historiadora Adelaida Segarra. Y es por la autenticidad de esa síntesis barroca, diversa y a la vez integradora, constestataria frente a las fuerzas hoy hegemónicas que persiguen la estandarización definitiva del mundo, por la que deberíamos apostar quienes hace ya tiempo nos desengañamos de unas clases dirigentes que, para embaucar y dividir, trafican a la desesperada con el recurso de esta última mentira: la de que es posible seguir sosteniendo una civilización sobre el borrado sistemático de su identidad, el relativismo de sus principios y la ilimitada manipulación de la verdad  histórica. 

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