«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Adiós, Trump; hola, trumpismo

Se acabó. Trump ha capitulado sin condiciones, en un tono casi humilde para el personaje o, al menos, humillado. No había kraken, ni ajedrez cuatridimensional. Fue todo una ilusión. El hombre detrás de la cortina resultó ser eso, solo un hombre.

Hace más de cuatro años que escribo sobre el fenómeno, y una de las cosas con las que más pesado me he puesto es con la idea de que Trump no es Trump, que el Trump de la leyenda lo han construido sus partidarios, y que el movimiento es mucho más grande -y duradero- que el personaje.

Por otro lado, tenía que ser él. La cosa va así: para ser elegible a la presidencia del país más poderoso de la tierra, con trescientos millones de habitantes, son imprescindibles dos condiciones: ser conocido y tener muchísimo dinero. Eso no significa que un donnadie no pueda llegar a ser presidente, porque los medios pueden darle la fama que necesita y los donantes, los fondos. Pero, como deducirá cualquiera, eso significa ser rehén de los medios y de los donantes. Olvídense del ‘caballero sin espada’.

(Los trumpistas) eran los perdedores de la globalización. Era esa masa de americanos nativos que no reconocían ya su país, que habían perdido buenos empleos con la deslocalización de las empresas

Por eso Trump. Trump era sobradamente conocido para los americanos, y tenía fondos suficientes como para no tener que mendigar donantes. Y en él los trumpistas (que aún no se llamaban así) vieron el cielo abierto.

¿Quiénes eran/son estos trumpistas ‘avant la lettre’, y por qué estaban desesperados? Fundamentalmente, eran los perdedores de la globalización. Era esa masa de americanos nativos que no reconocían ya su país, que habían perdido buenos empleos con la deslocalización de las empresas, que preferían pagar dos duros a un vietnamita que contratar a un americano, o alentar la inmigración ilegal masiva para contar con empleados baratos y poco dados a los conflictos laborales. Eran los que estaban hartos del incesante desprecio de los medios, que les llamaban atrasados, xenófobos, racistas, machistas, que denostaban su modo de vida y se reían de su ingenuo patriotismo. Eran los que ponían carne de cañón para guerritas imperiales, incomprensibles e interminables, en países que no hubieran sabido señalar en un mapa.

Eran los que votaban demócrata o republicano casi por lealtad familiar, hasta que constataron que daba un poco igual, porque ambos partidos eludían los debates que más interesaban a esa masa enorme de votantes. Los dos partidos estaban de acuerdo en todo lo esencial, en lo importante, y sus diferencias sonaban cada vez más retóricas en el ‘flyover country’ mientras el sistema avanzaba inexorable, imparable, por el ‘lado correcto de la historia’.

Pero el ídolo era más pequeño que el altar, y el altar más pequeño que el feligrés. Trump les dijo que les habían robado el voto y que nunca se rendiría, y le creyeron sin dudar

Nadie les representaba, y nadie iba a representarles, porque para ser presidente había que pasar por el aro de los medios y los donantes, y los intereses de estos grupos eran antitéticos a los de estos votantes. Y entonces llegó Trump, y perdieron la cabeza.

Trump dijo todas las palabras justas, exactas, precisas. No dejaba de ser curioso, porque era el personaje que más puede aborrecer un ‘redneck’ del país entre las costas: un multimillonario de Nueva York, esa moderna Babilonia. Pero recogía su mensaje y se ofrecía a liderarlos, y ellos le saludaron como a su jefe, aunque solo fuera porque sus enemigos naturales, los arrogantes periodistas y las mariantonietas de Hollywood, aullaban contra él.

Pero el ídolo era más pequeño que el altar, y el altar más pequeño que el feligrés. Trump les dijo que les habían robado el voto y que nunca se rendiría, y le creyeron sin dudar. Les convocó a Washington y acudieron como un ejército. Y ahora, con una veterana muerta de un tiro porque creyó en él, en todo lo que decía, porque “confiaba en el plan”, han visto cómo su idolatrado general era solo un ‘miles gloriosus’, un fanfarrón y un bocazas.

Han sido cuatro años interesantes. La economía ha ido como un tiro y no se han empezado nuevas guerras y, sobre todo, cada vez que Donald abría la boca al sistema le daba una alferecía. Eso, para qué negarlo, ha dado grandes satisfacciones. Han hecho desde el día uno lo imposible por desbancarlo, y ha resistido hasta el final. Pero el final ha sido de opera buffa, con tipos grotescamente disfrazados paseándose por las sedes del poder institucional.

Lo llaman intento de ‘golpe de Estado’, aunque saben perfectamente que esa mascarada tenía tantas posibilidades de llevar a la toma del poder como un desfile de carnaval. Pero, sí, se lo han puesto en bandeja a sus enemigos, que han sabido explotar el efecto.

Ahora viene la purga. Y la venganza. Si Trump cree que con esta cesión de última hora va a obtener el perdón de sus enemigos, entonces es más ingenuo de lo que pensaba.

Pero el trumpismo sigue ahí, no solo intacto, sino consciente de su fuerza numérica. Ahora saben que se puede, y saben también, después de la rendición, que necesitan un líder, pero que son más grandes que cualquier líder. Los medios y los políticos quieren presentar el mandato de Trump como un breve acceso de locura que ha terminado estrepitosa y definitivamente. Se equivocan, del todo. Solo ha sido el comienzo, y ahora el próximo líder de este movimiento sabrá qué errores debe evitar.

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