«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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La censura es hoy menos evidente y más peligrosa que hace 50 años

Dictadura tecnológica: por qué al poder le interesa que leamos en la pantalla del móvil

Juré que esa noche cambiaría de rutina, que dejaría el teléfono móvil en el dormitorio para leer y escribir en el más absoluto silencio. Concentrado en lo importante, podría acabar los dos libros que empecé de manera simultánea la semana pasada. Ya sé que lo ideal es comenzar algo cuando has acabado la tarea previa, pero no es fácil superar la manía de leer siempre ensayo y novela a la vez. 

Los niños duermen plácidamente -a ver por cuánto tiempo- desde hace un rato, así que no hay excusa que valga. El silencio ayuda a concentrarme y paso la primera media hora leyendo y tomando notas. ¡Treinta minutos sin mirar el móvil! ¿Y si ha ocurrido algo? Mensajes personales sin responder, los grupos de trabajo, la guerra en Ucrania, mis padres al sur de Despeñaperros… 

Sin el artefacto a mano es fácil perder la noción del tiempo y en realidad no sé cuánto llevo sin mirar la pantalla. Tengo la sensación de que hace siglos que no leo las noticias, me agobia no saber qué está pasando, una especie de vértigo me atenaza: creo estar en el lado incorrecto de la historia, esto es, con quienes ignoran la última hora.

Buena excusa para levantarme a por el móvil, aunque me prometo que no me voy a distraer. En vano, coloco el aparato al alcance de mi mano. La ansiedad me devora y miro el reloj de forma compulsiva (¿qué más me da la hora si a las once de la noche nadie me espera en ningún sitio?), luego WhatsApp, donde ya hay seis o siete grupos con mensajes nuevos, más tarde echo un vistazo a Twitter con su larguísima hilera de comentarios que, por más que mi dedo índice siga bajando, nunca tiene fin, es como jugar a la máquina tragaperras sin límite, aquí se destapa la genialidad del creador del pajarito azul. De algunas noticias nos enteramos en esta red social, pero uno es clásico y sigue conservando la costumbre de ver las portadas de mañana en torno a la medianoche. Por si acaso, compruebo la última hora en Google, que siempre rebota el titular de alguna entrevista nocturna o anticipa los temas de portada de los digitales del día siguiente. Es una rutina y de la rutina es imposible escapar.

Y cuando no hay móvil, el propio ordenador portátil resulta -internet mediante- una tentación diabólica. Escribir con tantas ventanas abiertas es un suplicio, una tarea imposible de completar sin interrupciones constantes. De pronto, una notificación en Yout¡Tube, un pinchazo fácil en una noticia de titular morboso, el último partido de Liga… No somos conscientes pero, sin desearlo, la tecnología influye en lo que escribimos, en nuestros hábitos y relaciones. Al menos es un alivio saber que no estoy solo. El otro día lo hablaba con un amigo del gremio y le ocurría lo mismo: ahora lee menos que hace 10 años y, aunque tampoco es fácil, sería injusto culpar a la paternidad de la pérdida de tiempo y concentración. 

Nuestras rutinas han cambiado en una década sin que apenas lo apreciemos, como si la dictadura tecnológica (¿por qué diablos un anciano tiene que hacer sus trámites bancarios o sanitarios por internet?) fuese lo normal, como si este mundo digital que todo lo ve y todo lo oye fuera irreversible, como si ya nunca pudiéramos escapar de esta cárcel en la que una vez entregas tus datos pierdes la privacidad y la condición de persona. Si en la Rusia de Stalin hubiéramos sido tan solo una fría cifra, aquí somos papilla del big data y el algoritmo. 

Es muy probable que el papel -el del dinero o el de los libros- acabe desapareciendo bajo la coartada del cambio climático y el respeto al medioambiente

La sutileza en la imposición del modelo impide ver las cosas con perspectiva, de tal manera que no somos capaces de relacionar hechos que creemos aislados. La epidemia del coronavirus -esa crisis mundial que el poder convirtió en un experimento con nosotros como ratones- ha acelerado la inercia que ya sufríamos antes de los encierros, las mascarillas, el pasaporte covid, la distancia de seguridad y otras cesiones hace dos años inimaginables. Una de ellas es el fin del dinero en metálico, un ataque a la libertad que nos venden como el remedio contra la economía sumergida y un estímulo para aumentar la recaudación de impuestos. La realidad es que, de imponerse la eliminación, el poder (ya está en ello) sabrá todo sobre nosotros sin que podamos escondernos: nuestros gustos y aficiones, nuestras filiaciones políticas, nuestro credo, nuestros viajes… en definitiva, qué, cuándo, dónde y por qué consumimos. 

Casi lo hemos olvidado, pero no hace mucho estábamos encerrados de forma ilegal y salíamos a aplaudir a la ventana a las ocho de la tarde. Entonces, el PSOE presentó una iniciativa en el Congreso para eliminar el dinero en efectivo. Los argumentos (“no tendrás nada y serás feliz”) ya los conocemos y por suerte la proposición no de ley socialista fue rechazada en la comisión de Hacienda del Congreso, pero uno sospecha que es una de esas batallas que no terminará hasta que la ganen.

Es muy probable, por tanto, que el papel -el del dinero o el de los libros- acabe desapareciendo bajo la coartada del cambio climático y el respeto al medioambiente. Nos tocará leer -en realidad ya lo hacemos- en la pantalla de nuestro móvil, tableta y ordenador, donde el poder se entromete camuflando su propaganda en forma de anuncios o noticias de última hora. El papel, guste o no, es una isla en la que nadie se entromete en la relación escritor-lector. 

Claro que algunos dirán que la pantalla es el progreso, porque el papel se deteriora y prescindiendo del mismo no se talan más árboles en el Amazonas. Sin ánimo de caer en el apocalipsis, ¿qué pasaría si mañana hubiera un apagón general y desaparecieran Youtube, Google y todas las redes sociales? ¿Dónde quedarían esos millones de artículos y vídeos publicados exclusivamente en internet? ¿Cómo podríamos recuperar toda esa información, ese conocimiento? Efectivamente: en los libros de papel.

La cultura de la cancelación nacida en los campus de las universidades más progres de la costa este de Estados Unidos también ha echado raíces en nuestro continente

La censura, hoy menos evidente y, por tanto, más peligrosa que hace 50 años, es un factor esencial en la imposición del dios tecnológico. La censura moderna no se aplica sobre el papel, sino en internet, que es la autopista por la que circula toda la información, donde se comparten las ideas y los gobiernos someten a la población e imponen sus dogmas. El fatídico 2020 no sólo nos dejó el covid y los encierros, sino el auge del movimiento Black Lives Matter que, además de incendiar ciudades en Estados Unidos, derribó o vandalizó las estatuas de Colón, fray Junípero Serra o Cervantes. Las redes sociales ayudaron a difundir el movimiento #BlackLivesMatter y en unos meses deportistas de todo el mundo pidieron perdón (aún no sabemos por qué) arrodillados antes de cada partido. Desde luego, no es una novedad que Europa importe la mercancía averiada al otro lado del charco, de modo que esta cultura de la cancelación nacida en los campus de las universidades más progres de la costa este de Estados Unidos también ha echado raíces en nuestro continente. El profesor italiano Paolo Nori ha denunciado que sus conferencias sobre Dostoievski habían sido canceladas por la Universidad Bicocca de Milán por la guerra de Putin en Ucrania. Por su parte, el alcalde de Florencia ha confesado que un ciudadano le pidió eliminar la estatua del escritor ruso del parque Cascine de la capital toscana. Finalmente, la censura no se ha impuesto en ninguno de estos casos, pero poco importa cuando, en contra de lo previsto cuando comenzamos en internet, encontrar información contrastada o alternativa al rodillo oficial se está convirtiendo en algo más difícil que leer Los hermanos Karamazov en una triste pantalla.

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