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Venezuela, Argentina, Nicaragua y Honduras son casos demostrativos

El Foro de Sao Paulo causa estragos en la Iberosfera: convierte el poder político en una empresa familiar

Los tiranos Daniel Ortega y Nicolás Maduro participan en una reunión del Foro de Sao Paulo (FSP). Reuters.

Las nuevas-viejas corrientes de la izquierda latinoamericana, agrupadas bajo esa estafa ideológica en la que ha devenido el “socialismo del Siglo XII” y su correlato organizativo, el Foro de Sao Paulo (FSP), han tiznado su paso por el poder con un proceder que contraviene de cabo a rabo lo que supuestamente estaban llamadas a ejecutar.

Uno de los principales alfiles utilizados a fines del siglo pasado y a comienzos de este por el castro-chavismo contra las endebles democracias de la región fue la lucha contra las élites instaladas en el poder, en tanto estas habían devenido en ghettos privatizadores del liderazgo, tendientes a generar la monopolización de las decisiones en grupos pequeñísimos de personas, que además -según la izquierda- habían perdido toda vinculación con los problemas reales de las sociedades que pretendían dirigir.

En muchos casos el discurso apuntaba incluso al establecimiento de unas pretendidas democracias participativas, en donde el pueblo iba a tener –ahora sí– completo  dominio sobre las decisiones ejecutadas por los políticos. Ya no se trataría más de un asunto de la democracia de élites. Se había descubierto la cura a todos los males.    

Sobre ese caballo se montaron la mayoría de los líderes arropados bajo la infausta sombra del Foro de Sao Paulo. Con esa mentira trabajaron y lograron engañar a las masas, por la vía electoral. Desde la Venezuela del chavismo, pasando por la Nicaragua del sandinismo orteguista, hasta la Argentina del peronismo kirchnerista. La receta fue similar.  

Sin embargo, más de 20 años de paso por el poder del Foro de Sao Paulo (FSP) y sus protagonistas acredita suficientemente el hecho de que todo era mera retórica: no es que la política dejó de ser un asunto de élites corruptas en esas tierras; es que aquellas fueron reemplazadas por nuevos cenáculos más corruptos y despreciables desde el punto de vista moral y administrativo. El engaño estaba consumado.

 Basta echar un ojo a lo que ha terminado ocurriendo, por ejemplo, en Nicaragua. Allí el socialismo del Siglo XXI -apalancado por la vuelta al poder de Daniel Ortega en 2006- ha terminado erigiendo una tiranía de corte familiar. Un movimiento –como el sandinismo– repleto de supuestas buenas intenciones, ha terminado convirtiéndose en la empresa de Ortega y su mujer, Rosario Murillo. El orteguismo tiene poco que envidiarle a la dinastía dictatorial protagonizada por la familia Somoza, décadas atrás.

En el país centroamericano Ortega ha cerrado todos los caminos que pudiesen permitir el acceso al poder de un líder opositor (al punto de que mantiene en situación de prisión o exilio a casi una decena de personas que tuvieron la osadía de intentar competir con él por la presidencia); pero además el tirano ha fraguado un régimen en el que la línea de mando y una eventual sucesión están acaparadas en las manos de su esposa. No hay espacio para más nadie.

Argentina es un caso similar, con ciertos atenuantes. Allí Néstor Kirchner gobernó desde 2003 hasta 2007, cuando le transfirió el mando a su esposa, la todopoderosa senadora Cristina Fernández de Kirchner. Luego de la muerte de Néstor, en 2010, Cristina cobró aún mayor protagonismo dentro del movimiento, al punto de que gobernó la nación por dos períodos consecutivos, hasta entregarle el testigo a Mauricio Macri, en 2015.

Si el propio Juan Domingo Perón e Isabelita Perón habían hecho del martirologio una práctica política efectiva, ¿Por qué la peronista Cristina no podía repetir el lance con su esposo Néstor?  

Sin embargo, la cosa en los Kirchner ha ido mucho más allá: la política argentina y sus espacios  se han convertido en un verdadero manantial de oportunidades familiares. El hijo de Cristina y Néstor, Máximo Kirchner, también se ha animado a entrar en el fuego político: desde 2015 funge como diputado en el Congreso de la Nación representando al peronismo.

De hecho, en 2020 surgió un escándalo en la prensa que cifraba el patrimonio no declarado de los Kirchner en torno a unos 42 millones de dólares, a lo que habría que sumar un lote de 27 propiedades repartidas entre los miembros de la familia. Hoy Cristina es, de la mano de Alberto Fernández, vicepresidenta de la nación. El paso por el poder les ha sentado bien.

Otro tanto se puede decir de Honduras, que acaba de tener elecciones presidenciales. El complejizado país ha optado por la peligrosa alternativa castro-chavista, encarnada en Xiomara Castro. Esta dama -que buena parte de los medios internacionales presenta simplemente como la primera mujer que llega a la presidencia de la nación centroamericana, rompiendo el dominio ejercido durante 100 años por dos partidos tradicionales- esconde tras de sí elementos bastante peligrosos.

Por una parte ha sido apalancada por toda la agenda de la izquierda criminal que pulula en torno al Foro de Sao Paulo, pero además recibió la bendición de ese socialismo gluten-free –pero igualmente venenoso- que quiere venderse a través del grupo delictual denominado como la “Internacional Progresista”.

Castro es la cónyuge de Manuel “Mel” Zelaya, una ficha del FSP que fue destituida militar y judicialmente de la presidencia en 2009, tras entregarse a la agenda capitaneada por Chávez en la región. Según algunas denuncias recogidas en el diario local El Heraldo, estando en el poder Zelaya incluso llegó a recibirle al chavismo donaciones de hasta 300 millones de dólares para, entre otras cosas, organizar en Honduras un proceso de cambios que decantara en la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente.

De la Venezuela del sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, hay poco más que decir: aunque Cilia Flores, su esposa, no ejercido directamente la presidencia (por ahora), la prensa informada le tiene en cuenta como uno de los poderes reales detrás del poder chavista. A Flores se le ha atribuido incluso el don de tomar parte activa dentro del control judicial, las actividades de inteligencia y contra inteligencia del Estado y parte del manejo de los asuntos financieros del régimen. No en vano ha sido bautizada por Maduro como la “Primera Combatiente” de la revolución chavista.

El hijo de ambos, Nicolás Maduro Guerra, no se ha quedado atrás: el joven incursionó antes de cumplir los 30 años como diputado en la desaparecida Asamblea Nacional Constituyente del país caribeño y actualmente es uno de los representantes que tiene el tirano venezolano en la mesa de negociación organizada en México por el chavismo y la oposición afín a Juan Guaidó.

Lo dicho: la aspiración del Socialismo del Siglo XXI nunca fue realmente acabar con el poder de las élites y transferirlo progresivamente a las masas populares. No. Se trató siempre de un problema de buscar la sustitución de las mismas por unas peores: más corruptas, escasamente preparadas y con menos remordimientos a la hora de irrespetar las más mínimas formas de la democracia.

Además, en el camino se ha demostrado que turnarse el poder entre parejas se ha convertido en un mecanismo perfecto para que todo quede en familia, incorporando en algunos casos hasta a los hijos en la denodada tarea de sacar adelante a un régimen criminal en los tiempos que corren.  

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