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Todo fue tal como CNN y compañía dijeron que sería

Elecciones en EEUU: viejas categorías para un nuevo mundo

Un manifestante sostiene un cartel mientras continúa el conteo de los votos luego de la elección para la presidencia de EEUU, en Detroit, Michigan, EEUU, 5 de noviembre del 2020. REUTERS/Shannon Stapleton

El pasado 7 de noviembre por fin Juan conoció el resultado de las elecciones norteamericanas. Juan no es norteamericano sino argentino. Pero las elecciones del país del norte constituyen siempre un suceso digno de seguir aunque no interese realmente la política, como quien sigue el Mundial de Fútbol aunque no le interese realmente el fútbol. Política y deporte, pues, hoy son simples instancias del espectáculo que domina las sociedades contemporáneas, como denunciaba Guy Debord, equivalentes entre sí en tanto que portadoras de la forma-espectáculo. 

De hecho, a Juan la política no le interesa demasiado. Sabe lo justo y necesario, o sea, aquello que el zapping y el scrolling permiten saber. O sea, prácticamente nada (lo justo y necesario). Sabe que el equipo rojo es el de Trump, y que el azul es el de Biden; que unos se llaman republicanos, y los otros demócratas; que para ganar el juego hay que recibir votos, aunque no entienda del todo el funcionamiento del sistema electoral norteamericano (algo similar le ocurre frente al ininteligible fútbol americano cuando se topa con el Super Bowl y lo mira porque “lo mira mucha gente”). A Juan le gusta el espectáculo, y el pasado 7 de noviembre se topó, por fin, con los resultados que los medios de comunicación pusieron en pantalla.

Si Juan está expuesto a un bombardeo comunicacional permanente que puede resumirse en “Trump es malo”, se construye casi como acto reflejo sus sensaciones de alegría cuando ve en pantalla “Trump perdió”

Juan se alegró. Él “iba por Biden”. Cuando se le pregunta el motivo, contesta con determinación: “hay que sacar a Trump”. El razonamiento es negativo (“no a” en lugar de “sí a”), y no sorprende. Se llama priming, y es un efecto psico-social de la comunicación de masas. Hablamos de una reacción inconsciente en la respuesta a un estímulo que se halla condicionado por la exposición del sujeto a determinados estímulos previos. Dicho más sencillo: si Juan está expuesto a un bombardeo comunicacional permanente desde hace muchos años ya, que puede resumirse en “Trump es malo”, se construye casi como acto reflejo sus sensaciones de alegría cuando ve en pantalla “Trump perdió”. En la era de la información, la dimensión psicológica domina la política, como ha advertido Byung-Chul Han.

En rigor, Juan no conoce ni la política de Trump ni la de Biden. Toda su determinación se convierte en nervioso balbuceo cuando se le pide que amplíe su respuesta, que brinde razones políticas de fondo, que evalúe críticamente las distintas agendas. El espectáculo no tiene contenido, sólo luces de colores, narrativas simplonas, dinámicas transparentes, finales felices. 

Juan no es una caricatura: es una persona real. Tiene otro nombre, claro, que he modificado intencionalmente. Pero estoy seguro que todos conocen a algún Juan. Y si lo traigo a colación a esta columna no es con la intención de ridiculizarlo, sino porque sirve como referencia (en tanto que una suerte de “tipo ideal”) para una reflexión sobre la creciente inutilidad de nuestras categorías políticas y, más concretamente, sobre la brecha existente entre la arquitectura que los Estados montaron sobre esas mismas categorías.

La de democracia, por empezar. ¿Es posible seguir hablando del demos en la era de la psicopolítica? Joseph Schumpeter tiró por la borda una visión romántica de la democracia, según la cual en ella se conformaba una “voluntad general” que tenía al pueblo como protagonista. En 1942, Schumpeter invitaba a ser realistas: el protagonista de la democracia es realmente el político, que compite contra otros políticos por el voto de los individuos. Eso es lo que llamamos “democracia”, punto final. Y tenía bastante razón, pero hoy ni siquiera esta visión diluida del proceso democrático sigue siendo real. La competencia ya no es más por el voto de los individuos, sino por el favor de los dueños de los dispositivos de comunicación social.

Todo fue tal como CNN y compañía dijeron que sería (o quizás no del todo, pero ya no importa). Punto final

En la “era de la información”, como la llama Manuel Castells, la información es poder. Informatio, en latín, del verbo informare: “dar forma a la mente”. Hacerse de los medios de comunicación significa hacerse de los datos que ellos vehiculizan como información y, por ende, de lo que se necesita para “dar forma a la mente”. La mente se forma, y el voto, también. La técnica y la tecnología comunicacional han dado vida a un tipo específico de sociedad, tejida en una red informacional, y por lo tanto a un tipo específico de gobierno, que está en función del control que se tenga sobre esa red. Ya no gobierna el demos, ni en un sentido romántico ni en un sentido realista (schumpeteriano), sino la media, en torno a cuyos dispositivos se constituye el simulacro de lo real.

Las elecciones norteamericanas tuvieron, pues, mucho de lo que Jean Baudrillard llama “simulacro”. Las elecciones no fueron ni debían ser una radiografía de la voluntad política de un pueblo. Más bien, su función fue la de revestir de legitimidad una previa producción de signos de lo real allí donde no había realidad alguna que significar. Las encuestas no son reales, sino “hiperreales”, en la medida en que establecen el modelo mismo a partir del cual lo real se produce (y no al revés). Lo mismo cabe para la hiperrealidad televisada: pura performatividad. Y por eso Juan no sólo se alegra, sino que siente alivio: el simulacro se esconde en su propio éxito y, por tanto, Juan no está engañado en absoluto. Todo fue tal como CNN y compañía dijeron que sería (o quizás no del todo, pero ya no importa). Punto final.

La realidad de las redes sociales es cada vez más el simulacro en el que nuestras vidas transcurren, incluida la política

¿Irregularidades en las elecciones? Se trata de los residuos de la realidad que hay que purgar en favor del simulacro. Muertos que votan, softwares que fallan, votos que se emiten después de término, conteos insólitos, tecleos y clicks “por error”, observadores que no pueden observar y fiscales que anticipan los resultados por cuya veracidad deberían velar (como Josh Shapiro). 140.000 votos para uno, 0 para otro: nada más que un “error”. No es la manifestación de un posible fraude real, sino un residuo que toma la forma del “error” para devolverle plenitud al simulacro. Por eso los mass media lo ocultan o lo minimizan; por eso Twitter o lo censura o lo niega con un cartel gigante que ofrece la “verdad” (de Twitter, se entiende).

Democracia, demos, realidad. Vistas así, se trata de categorías de otro tiempo. Estos son los tiempos no tanto de las mayorías que temía Tocqueville sino de las minorías santificadas (de las que Kamala Harris es una completísima representante “interseccional”); son, además, los tiempos del gobierno de la media y el simulacro. Las redes sociales (sus dueños) gobiernan su propia realidad, y ocurre que la realidad de las redes sociales es cada vez más el simulacro en el que nuestras vidas transcurren, incluida la política. El poder de Trump ha sido directamente proporcional a su libertad de expresión en Twitter. Si mañana apareciera la prueba más inexpugnable que podamos imaginar de la más inaceptable irregularidad electoral del pasado 3 de noviembre, ¿podría esto tener algún efecto político crucial? ¿Podría siquiera ser difundida? Los muertos que votan, verdaderos zombies pro-Biden, registrados en las bases de datos de Estados como Michigan o Pensilvania, importaron un bledo.

Los medios declararon ganador a Biden, y eso es todo lo que importa ahora. La Justicia no podría, aun queriéndolo, revertir aquello

Y otro tanto cabe para la república, el Estado y sus poderes formales. El modelo inspirado en Montesquieu ha muerto y es, en verdad, tan zombie como los zombies que votaron por correo. Lo que tiene de vida es su formalidad; es texto sin alma, de la misma forma que el muerto viviente es carne putrefacta sin alma. El “cuarto poder” ya no es una metáfora sino la forma suprema de poder en la era de la (des)información, que barre con toda la estructura tradicional. Sus dueños se han revelado como los verdaderos soberanos. Bloquean, censuran, silencian. Pero también reparten el juego de las voces autorizadas. Jueces del fact-checking, omniscientes detentadores de la verdad, dueños del dedo señalador de “fake news”, colocadores de cartelitos que reenvían a “información comprobada”, como la de la OMS o la base de datos de votantes de Michigan: no se trata del poder de ejecutar, legislar o juzgar, sino del poder de configurar el simulacro de lo real. Ningún filósofo político moderno pudo imaginar un poder de tal envergadura.

Partidarios de Trump esperan que el Poder Judicial revierta irregularidades y un denunciado fraude electoral. Pero eso sólo tenía sentido en un mundo que ya no es el nuestro. En este, nuestro mundo actual, semejante intento dispararía un nivel de violencia política sin precedentes en la historia reciente de Norteamérica. Tal vez una guerra civil como consecuencia de semejante colisión de poder. Los medios declararon ganador a Biden, y eso es todo lo que importa ahora. La Justicia no podría, aun queriéndolo, revertir aquello. Se trata del poder de lo fáctico frente a la formalidad del poder.

Las elecciones norteamericanas mostraron, en efecto, que hay una brecha entre lo fáctico y lo formal; que, en este sentido, nuestras categorías políticas responden a un modelo meramente formal, y que el poder hoy tiene otras fuentes muy distintas, otra arquitectura, otra tecnología, otra maquinaria. 

Juan celebró con entusiasmo y sinceridad a Biden, cuya política desconoce, porque “había que sacar a Trump”, cuya política también desconoce. Es la maquinaria de esta insólita producción política la que está hoy en el centro del poder y, por tanto, la que hay que explicar.

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