Una euforia cerril se apoderó de la Plaza de Mayo el 26 de noviembre durante el funeral masivo que el gobierno brindó al argentino más famoso del mundo. Pocas horas habían pasado desde que la muerte de Diego Maradona conmocionara al planeta. Una noticia de tal envergadura, una vidriera tan extraordinaria, la posibilidad de protagonizar el evento con mayor cobertura del siglo. Demasiadas sirenas cantando y pocos Ulises a bordo. El desenlace, tristemente, fue homérico.
Lo que pasó en Buenos Aires durante el homenaje funerario a Maradona, más que una metáfora, fue un amasijo de conceptos robados al psicoanálisis. Los desbordes, las vergüenzas, los enfrentamientos y el revoleo impúdico de culpas no hicieron más que exponer los desórdenes emocionales de una enfermedad psicogénica de masas que casualmente se plasmó en esas pantallas que iban a servir para vanagloriarse y terminaron sirviendo para vejar. Una histeria colectiva tan difícil de explicar como de disimular.
Sucedió en el año 1518, que cierta mañana de julio la señora Frau Troffea salió por las calles de su ciudad, Estrasburgo, bailando frenéticamente. La pobre Frau no parecía poder parar de bailar, y continuó así varios días con sus noches. El dolor se reflejaba en su cara, producto del esfuerzo sobrehumano que su voluntad no podía dominar. Horas después un vecino se unió a su baile, y antes de que termine la semana más de 30 personas bailaban día y noche con iguales dolorosas consecuencias. La horda danzante sufría sus bajas ya que los bailarines caían muertos cuando el corazón o los pulmones dejaban de responderles, además de sufrir derrames cerebrales y otras dolencias de inmensa gravedad. Más de 400 personas fueron “infectadas” por la plaga de danza que afectó a Estrasburgo y que se convirtió en un caso modélico de la historia de las histerias colectivas.
Las explicaciones pasaron de cultos heréticos a causas astrológicas y de la masiva ingesta de algún alucinógeno a la brujería. Pero sacando las teorías mágicas del medio, lo cierto es que la población venía de una serie de sufrimientos concatenados terribles: hambruna, pestes, invasiones y guerras que habían sometido a los habitantes del poblado a un estrés intolerable. Los historiadores describen las angustias padecidas por esas pobres gentes diciendo que desencadenaron una psicosis masiva. La famosa “plaga de baile” según John Waller, (historiador y médico cuyo libro “The Dancing Plague: The Strange, True Story of an Extraordinary Illness” describe con detalle el fenómeno), se debía al constante pánico que los lugareños debían soportar y que había hecho que sucumbieran a una histeria colectiva, y por ende al mortífero baile.
Waller describía un fenómeno relativamente habitual. Con menos fama pero peor desenlace, en 1247 un caso similar azotó el pequeño poblado de Erfurt. Más de 200 personas murieron cuando se vino abajo el puente sobre el que estuvieron bailando sin poder parar durante días. Existen documentados otros episodios similares en Bélgica, Francia, Suiza, Países Bajos y Luxemburgo. La histeria colectiva por Waller explicada, sería un fenómeno catártico que transmite a un determinado grupo la ilusión de una amenaza o dolencia, real o imaginaria, como resultado de la exposición de esa población a un estrés que no puede manejar.
De la histeria velatoria de la Plaza de Mayo abundan imágenes y videos. Hay de todo: gente jugando “picaditos” y vivando goles a unas fuerzas de seguridad que suponen rivales. Hay pogos y cánticos contra los ingleses en atrevida elipsis histórica que difícilmente los protagonistas conozcan. Hay multitudes subidas a las rejas pasando niños por arriba de vallas de más de 3 metros. Hay gastronomía callejera improvisada y mucho alcohol. Hay escenas de corridas, coros y danzas acuáticas en el interior de la Casa Rosada a la que tomaron por asalto. Hay aluviones jocosos con piedrazos, hay camisetas revoleadas al cajón. Hay gases y balas de goma y formaciones de policías con escudos que cubren las calles. Hay bravuconadas contra cualquier uniforme, hay redadas, hay cortejo en medio de una autopista a la que se aventuraron a pie entre los autos. Hay avalanchas y hay un féretro rescatado de la necrofilia a duras penas.
Quien recorra el material periodístico encontrará, también, congoja por la muerte, pero en porcentaje muy menor respecto del resto del espectáculo. Lo imperante fue esa catarsis desaforada que no fue tragedia por un pelito, pero fue vergüenza.
Nunca sabremos a ciencia cierta por qué se eligió despedir a Maradona en la Casa Rosada. Las opciones eran muchas y ciertamente más propicias. De ser un sitio oficial, el Congreso ha mostrado ser un recinto adecuado. También una cancha de fútbol hubiera tenido un sentido más redondo por la cantidad de fanáticos y por el carácter popular del personaje. Pero no, se eligió la casa del Poder Ejecutivo.
Otros vericuetos de las dolencias de la psiquis entran, acá, en juego. Los organizadores se tuvieron en alta autoestima al suponer que podrían disponer de un operativo de semejante envergadura en menos de 24 horas. Había que coordinar fuerzas de seguridad, medios de prensa de todos los rincones del planeta, aceitando una conexión sanitaria con el exterior, mermada desde que empezaron los confinamientos. Y, sobre todo, había que contener a cientos de miles de admiradores cuya doctrina mayoritaria era el barrabravismo para lo cual descansaron su confianza en la realeza de los barrabravas que se paseaba oronda por el edificio presidencial. ¿Qué podría salir mal?
Un candor estulto patrocina la idea de que lo que hay hoy, en Argentina, es una administración. Pero los hechos son porfiados, como decía el maldito. Lo que el velorio de Maradona catalizó fue el infantilismo cesarista de cortísimo plazo que nos gobierna. De la euforia a la frustración en dos segundos. De las restricciones totalitarias a los desmanes masivos fruto de la anomia patotera. Cuando las hordas histéricas, incontenibles rompieron todo límite y avanzaron al interior del edificio que debía ser el más seguro, el Presidente salió al icónico balcón a pedirles que se calmen. Un paso de comedia, sin duda. Un mosquito subido a la cola de un elefante en estampida, pidiendo sosiego. A los cinco minutos debía ser encerrado con custodia. Todo era un delirio.
Un análisis similar al de John Waller hace Arthur Miller cuando describe los hechos de la aldea de Salem. Cuenta que la vida fronteriza era muy dura y sus habitantes vivían entregados al trabajo que sólo se interrumpía para los actos religiosos controlados férreamente.
“Una patrulla marchaba durante las horas del culto de Dios para tomar nota ya sea de quienes permanecieren cerca de la capilla sin concurrir al rito y la oración, o de aquellos que permanecieren en sus casas o en el campo sin justificarlo debidamente, y tomar los nombres de dichas personas y presentarlos a los magistrados a fin de que éstos puedan obrar en consecuencia”. (Arthur Miller, El crisol, 1952)
En esta atmósfera la sociedad vivía innumerables prohibiciones, llegando hasta un punto en el que las represiones eran más severas que los posibles peligros derivados del mal contra el que se pretendía luchar. A los efectos de lo ocurrido en el año 2020, las cosas no parecen muy diferentes que en 1692. En aquel año y ante la histeria colectiva desatada en un grupo de niñas con llantos, gritos y convulsiones, los pueblerinos empezaron a ver en esas manifestaciones la mano oculta del diablo y empezaron a creer que las niñas estaban poseídas. Las niñas, en consecuencia, se creyeron poseídas y empezaron a actuar como si realmente lo estuvieran: blasfemaban, gritaban, profanaban biblias y daban saltos enloquecidas. Si algo tienen los fenómenos histéricos, es que prenden como pasto seco. Su facilidad para extenderse por imitación es brutal. No es un fenómeno de rebeldía ni asertivo.
El ambiente de represión y control que derivó en los juicios a “Las brujas de Salem” tuvo un caro saldo de tortura y muerte propio del sentimiento de inseguridad e indignación, y la histeria colectiva fue creciendo exponencialmente. Todo un conjunto social aterrorizado cuya vía de escape fue esa catarsis delirante.
La ironía quiso que Maradona muriera en la misma semana en la que la sociedad argentina se espantaba por un caso en el que un padre debió llevar en andas durante 5 kms a su hijita con cáncer porque las autoridades no le permitían usar su auto con la excusa de los confinamientos. El sadismo no podía estar ausente en este menú de locura. Y cuando todavía la gente padece cierres de fronteras provinciales, hay actividades prohibidas y la educación está suspendida en el limbo, el gobierno osaba convocar a un millón de personas para que pudiesen despedirse de su ídolo. Una disociación con la realidad pavorosa. Impasible, el presidente se sacaba selfies con la multitud de fondo en un éxtasis orgiástico que parecía haber olvidado que lo que ocurría ahí era un velorio. Nunca fue tan patente que las reglas eran vacuas y estamentarias. La euforia acumulada durante 9 meses se había disparado en todas direcciones.
Ya todo desmadrado, las autoridades deslindaron responsabilidades en la familia del ex futbolista fallecido. Literalmente los culparon por los desmanes ocurridos alrededor y dentro de la Casa Rosada. La mitomanía oficial olvidaba que por los canales oficiales se había anunciado, horas antes, que el operativo de seguridad había sido organizado por Presidencia de la Nación y nada tenían que ver en eso los deudos. La carencia de empatía también se hizo presente. Las huellas de la locura quedaron en el Obelisco, en Avenida de Mayo, en la 9 de Julio, en Casa Rosada y en Plaza de Mayo, que fueron testigos de ese nuevo episodio de histeria colectiva: el día en el que un funeral se “festejó” como si fuera un Mundial. El psicoanálisis se empieza a quedar corto, ¿cierto?.
Mientras tanto las imágenes del ridículo daban vueltas al mundo.