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Cae la última ficha del dominó

La culpabilidad de Chauvin y las terroríficas consecuencias del triunfo de la ‘justicia revolucionaria’ en EEUU

Derek Chauvin ha sido declarado culpable de homicidio en la muerte de George Floyd, que desató una oleada sin precedentes de marchas, pillaje, destrucción, vandalismo y violencia en vísperas de las pasadas elecciones presidenciales.

Ahora, para serles sincero, no puedo decir que me quite el sueño la suerte del agente policía de Minneapolis. Por lo que sé, podría ser el bastardo racista, despiadado y violento que pintan unánimes los grandes medios, y merecer sobradamente la cárcel que, siendo policía y acusado de matar a un hombre negro, va a ser un castigo especialmente peliagudo.

Pero hay algo que en este momento saben todos los estadounidenses, estén o no dispuestos a admitirlo: la posibilidad de que el jurado haya podido examinar las pruebas de manera imparcial y llegar a un veredicto basado solo en la inexistencia de dudas razonables es exactamente nula. Cero, nihil, nothing, nichts.

Pónganse por un segundo en la piel de un miembro de ese jurado. Sabe perfectamente, porque lo han anunciado a bombo y platillo los sospechosos habituales -Black Lives Matter y Antifa- que si Chauvin sale libre del tribunal, la veintena de disturbios que sembraron Estados Unidos de ruina y desolación parecerán una pacífica romería comparadas con lo que vendría ahora, con la bendición expresa de la propia Administración y de los diputados del partido en el poder.

Pero eso, en su pellejo, es lo de menos: sabe, sobre todo, que su vida no valdrá un centavo a partir de hoy y para los restos. Por poner un solo ejemplo, el Minneapolis Star-Tribune ha publicado detalles biográficos de miembros del jurado. No citan los nombres, pero solo les falta incluir un mapa de Google con los trayectos más rápidos para llegar a su casa. ¿Por qué habría nadie de arriesgar todo su futuro por este poli, al que, después de todo, todos parecen querer ver entre rejas? A nadie se le puede exigir ese sacrificio.

Caramba, si hasta el presidente de Estados Unidos, cuando el jurado aún estaba deliberando, dijo que rezaba por un veredicto de culpabilidad, y cuando se hizo público salió ante las cámaras para felicitarse y añadir que América sigue manchada con el estigma imborrable del racismo sistémico, ese que hizo que un negro fuera dos veces elegido presidente de Estados Unidos, pese a que los negros no representan más del 13% de la población.

La congresista Maxine Waters se dirigió a los manifestantes ante las puertas del tribunal para pedirles que siguieran protestando y se aprestaran a la lucha si no se llegaba a un veredicto de culpabilidad.

Nancy Pelosi, la ‘speaker’ demócrata del Congreso, fue más lejos en sus declaraciones, dejando claro el fundamento religioso, de secta nueva, de todo este movimiento. “Gracias, George Floyd, por sacrificar tu vida por la justicia”, dijo en la más patética de sus intervenciones ante la prensa, exceptuando, quizá, cuando se arrodilló reverente con una bufanda de motivo africano. ¿Da gracias a Floyd por morirse? ¿Murió ese delincuente habitual voluntariamente, es eso lo que está diciendo una de las máximas figuras del Estado?

Las consecuencias de este caso son terroríficas. Sencillamente, los americanos saben ya que no pueden confiar en los tribunales, no si los dueños del discurso deciden que son culpables, si una masa se dice dispuesta a incendiar las ciudades y robar en las tiendas en el caso de un veredicto de inocencia. Los estadounidenses saben que ya no será posible el sueño de Martin Luther King y que no serán juzgados solo o principalmente por el “contenido de su carácter” sino que tendrá un enorme peso el color de su piel.

La última ficha del dominó ha caído, y era quizá la más importante, el último baluarte. Lo que acabamos de ver y lo que tienen los ciudadanos delante de las narices es la ‘justicia popular’, la ‘justicia revolucionaria’.

Se están preparando un interesante futuro inmediato estos estadounidenses.

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