Toda revolución socialista exige desprendimiento. Así pues, cualquier atrocidad dentro de estos regímenes del horror siempre vendrá justificada por tratarse de sacrificios que hay que hacer por una causa mayor. Las satrapías de China, Corea del Norte, la extinta URSS, Cuba y ahora Venezuela se han llevado por el medio miles y miles de vidas, que a final de cuentas solo son asumidas como un daño colateral, en medio de la construcción del socialismo.
Es una constante. El socialismo llega izando las banderas del respeto al humanismo y a las más “justas” causas de la gente. Pero la realidad siempre descubre otro retrato: allí donde toma el poder, la práctica socialista corroe al ser humano, lo reduce a la condición de esclavo de un sistema opresor –cuando no a la de mero animal–. Se lo traga, lo desaparece.
En Latinoamérica el ejemplo ofrecido por Cuba y sus pelotones de gente huyendo de la isla en balsas improvisadas son cruelmente descriptivos de una realidad en la que si tu país de origen ya solo te ofrece miseria, hambre y muerte, lo mejor que queda es aventurarse al mar; incluso a riesgo de que te engullan los tiburones que merodean por todo el Caribe.
La crisis de los balseros cubanos, hito reciente de una larga historia de opresión comunista en la isla, evidenció en aquel año de 1994 cómo el “período especial” del Castrismo literalmente estaba matando a la gente, sin conmiseración alguna.
Recién finalizaba la Guerra Fría, caía la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y con ello todo el sistema de ayudas y financiamiento a la tiranía de Castro, especialmente en materia de hidrocarburos. La economía, acabada de cabo a rabo por las prácticas centralizadoras, las expropiaciones criminales castristas y una capacidad productiva prácticamente inexistente, cayó en un largo sueño del que solo se levantó cuando apareció otro país del cual aprovecharse: la Venezuela de Chávez.
Castro imputó la responsabilidad de aquel retrato de miseria de los 90s al “bloqueo yankee”, e incluso utilizó las migraciones masivas de cubanos –montados sobre tripas de caucho, chatarras y balsas improvisadas con materiales de desecho– para crearle un problema a Clinton, al tiempo que le pedía rebajar “las sanciones”, a cambio de parar la política de puertas abiertas para quienes quisieran salir de la isla. Un criminal y un miserable, en toda regla.
El asunto de fondo es que miles de cubanos huyeron (como ya lo habían hecho durante la crisis del Mariel, en 1980; o del Camarioca, en 1965), y en esa oportunidad lo hicieron a cualquier precio. Pensaban que los riesgos y las incertidumbres del mar abierto eran preferibles a morir de inanición o bajo la opresión de un régimen que ya para aquel entonces rondaba los 35 años en el poder.
Para mí el retrato es muy claro. Antes de permanecer bajo las cuatro paredes y el techo de tu casa, son preferibles la incertidumbre y los peligros de la intemperie, de la calle y lo desconocido.
La emigración forzada de venezolanos nos habla de casos en los que éstos han tenido que dejar el país no solamente en avión, sino en buses, a pie, y desde hace un buen rato también por mar. En días recientes se ha producido un escándalo por el hallazgo en las costas de Venezuela de, al menos, una veintena de cadáveres en estado de descomposición. Se trata de apenas una pequeña muestra de los balseros venezolanos: hombres, mujeres y niños que, bien por la extrema situación de pobreza en la que viven, o por ser obligados por redes criminales de trata de personas que operan en el país, se ven forzados a salir de Venezuela rumbo a pequeñas islas del Caribe.
Cuando Hugo Chávez llegó al poder se hizo famosa una infame frase en la que afirmaba que los cubanos vivían en el “mar de la felicidad”. Que todo en la Cuba de Castro era color de rosa. Parece que, enamorado hasta el tuétano del comunismo castrista, el chavismo ha terminado replicando incluso las formas de desesperación bajo las que este régimen del oprobio subyuga a su gente: el balserismo.
Los pobres cubanos huían de una empobrecida isla con rumbo a la meca del capitalismo, buscando libertad, democracia y sobre todo, prosperidad económica. Los venezolanos han sido llevados a una desesperación tanto peor, siendo forzados a buscar destino como balseros en unas minúsculas Antillas que a veces no pueden garantizarle una vida digna ni a sus propios habitantes.
El asunto es huir, como sea, a donde sea.
Güiria es una población del Estado Sucre (al noreste del país) que ha sido tomada por los señores del narcotráfico y la trata de personas. Allí el régimen de Maduro simplemente ha optado por hacerse de la vista gorda, cediendo el control de esta porción del territorio venezolano a corporaciones del crimen que no tienen nada que envidiarle a La Cosa Nostra o al Cártel de Pablo Escobar.
Este poblado del oriente del país es, a final de cuentas, el retrato del pacto no escrito al que ha llegado el chavismo con una mixtura de organizaciones criminales en diversos puntos del territorio venezolano, con el fin único de permanecer en el poder indefinidamente.
No hay nada de qué asombrarse. Partiendo de Lenin y Stalin, pasando por Mao y Fidel y aterrizando en Chávez y Maduro, la historia ha sido siempre la misma: la gente es prescindible, la revolución no. Los desplazados son daños colaterales en una guerra contra el imperialismo. Una batalla en la que no se pueden ceder los principios y en la que la culpa de todo lo malo que ocurre siempre es del otro; en este caso de los Estados Unidos y sus feroces sanciones.
Paradójicamente el socialismo -ese particular y delirante reino de la justicia social- ha llegado para deshumanizar al hombre. Para reducirlo a la mera condición de objeto, de elemento prescindible. El ser humano pierde su esencia, convirtiéndose en un número más.
Una izquierda que siempre ha crucificado a los sistemas en los que se hace valer la propiedad privada, el mercado y la primacía del individuo, termina en el peor de los mundos: cosificando a las personas, al punto de llevarlas al matadero sin que medie remordimiento alguno.
Venezuela y sus balseros son la reedición de una vieja tragedia. Esa que hace décadas vivieron los cubanos. La historia de Güiria seguramente es apenas una entre tantas de las que hoy no tenemos noticias. De gente de carne y hueso que muere, que desaparece sin dejar rastro. Que a efectos del poder bajo un régimen comunista es sencillamente descartable. Que no importa. Esta es, de seguro, una pequeña parte de una inmensa tragedia que de acuerdo a los registros más modestos ha desperdigado a más de 5 millones de venezolanos por todo el mundo.