«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
EL FRACASO DEL PROYECTO REPUBLICANO DIVIDE A LOS PERUANOS A DOSCIENTOS AÑOS DE PROCLAMARSE SU INDEPENDENCIA

Perú llega a su Bicentenario destrozado por la pandemia y amenazado por el comunismo bolivariano

El presidente izquierdista de Perú, Pedro Castillo

Este miércoles 28 de julio el Perú “celebra” el Bicentenario de su independencia del Reino de España en una situación bastante deplorable. El país no solo está destrozado por la pandemia del covid-19, que ha quebrado la economía y puesto a la salud pública en cuidados intensivos, también se cierne sobre él la amenaza del comunismo bolivariano -continuador de la revolución separatista del siglo XIX- con la juramentación del ultrarradical Pedro Castillo como presidente de la República.

La revolución, que desgarró al país y dividió familias en 1821, se repite exacerbada doscientos años después, con los matices propios del neomarxismo encarnado en el candidato de Perú Libre -partido aliado del chavismo- y su “guía” detrás del sillón presidencial, el exgobernador regional condenado por corrupción y simpatizante del Che Guevara, Vladimir Cerrón.

El fracaso del proyecto republicano, impulsado y sostenido por las élites criollas limeñas, ha sido aprovechado por agitadores profesionales que se han servido de los gobiernos subnacionales para parasitar al Estado, azuzando, con el relato del cambio, la revancha de las clases menos favorecidas en las últimas Elecciones Generales.

Nacida de una independencia prematura, la República del Perú ha parido los últimos doscientos años -salvo contadas excepciones- una letanía de caudillos megalómanos, bufones e ineptos, en comparsa con una muchedumbre mezquina. La elección de Castillo, necia e irresponsable, es una estocada más -sino definitiva- al cuerpo maltrecho de esta república en agonía que nunca alcanzó la madurez y (sobre)vivió dos siglos a base de promesas incumplidas.

Conversamos con historiadores peruanos y especialistas en relaciones internacionales para conocer su opinión sobre esta fecha icónica, y cómo la celebración -si tal palabra puede ser usada- del Bicentenario, coincide con una época tan nefasta para el Perú y el mundo debido a la crisis sanitaria –cerca de 100 mil peruanos fallecieron por covid-19 en la primera mitad del 2021-, el aumento de la pobreza –subió 10 puntos y alcanza al 30% de la población– y el descontento social.

El último bastión

El Perú, de los últimos países de la región en ceder al monstruo revolucionario, tuvo mucho que perder con la independencia, no solo su jerarquía como el virreinato más antiguo y blasonado -atributos más bien cosméticos-, sino como fuente del poder real que emanaba Lima respecto a las otras ciudades del continente. No es gratuito que uno de los mapas más famosos de la América Meridional, hecho por el cartógrafo Juan de la Cruz Cano y Olmedilla durante el reinado de Carlos III de España, tenga las armas de la Ciudad de los Reyes por encima de las demás capitales sudamericanas.

“La independencia significó para el Perú dejar de ser el centro del poder político y cohesión de los reinos de ultramar de España en América del Sur. Al perder el poder político, el Perú se queda sin clase gobernante, y quienes toman la administración del gobierno son burócratas de mando medio y caudillos militares. Estas consecuencias se proyectan hasta el día de hoy. Lo que ocurrió en el Perú no fue exactamente una guerra de independencia, sino la proyección de la convulsión política que sufría España en su guerra contra Francia, primero, y la lucha posterior entre liberales y conservadores. La dependencia política del Perú con la metrópoli, en términos emocionales de pertenencia a la Madre Patria, se rompe, y el proyecto independentista no es capaz de articular una jerarquía política propia. El intento inmediato, el Protectorado de José de San Martín, que se orientaba a mantener la estructura monárquica, hubiese asegurado la continuidad natural del orden político del Perú, pero fracasa. En 1821, la seductora narrativa liberal y sus promesas de libertad, cambio y mejora, estuvo por encima de la realidad, frustrando la articulación política en el Perú, lo que devino en el quiebre del orden social, divisiones mezquinas y el estallido de guerras intestinas”, explica el coronel (r) del Ejército del Perú, Juan Carlos Liendo, ex jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE).

Fue tal el desastre político, social y económico provocado por la guerra desatada por los criollos separatistas, que los independentistas de corte más moderado terminaron renegando de su participación en la revolución con el paso de los años, como fue el caso del prócer José Bernardo de Tagle, exintendente y noble criollo que entregó Trujillo y el norte peruano a San Martín en diciembre de 1820, llegando a ser nombrado Supremo Delegado y presidente de la República. Hastiado por la arrogancia de Bolívar y la presencia de las tropas de ocupación grancolombianas, cayó en desgracia política y terminó refugiándose en la Fortaleza del Real Felipe junto al bando realista, con el que se reconcilió, muriendo de escorbuto. 

Algunos protagonistas de la supuesta gesta por un Perú libre e independiente se dieron cuenta del grave error cometido cuando fueron testigos de las luchas intestinas y arrogancia de los militares vencedores, caudillos que se creyeron merecedores del derecho a gobernar por sus supuestas proezas en el campo de batalla. Todos ellos, Bolívar, Sucre, Santa Cruz, Gamarra u Orbegoso, por citar algunos, se enfrascaron en una lucha sin cuartel por arrebatarse el poder político dejando de lado los intereses del país y la tarea de reconstruir una sociedad acéfala de autoridades políticas, sociales y económicas. Por otro lado, no debemos olvidar que las reparaciones que España reclamó de sus excolonias fueron pagadas íntegramente por el Perú, pues las demás repúblicas separatistas se eximieron considerando que ya habían hecho su parte al enviar sus ejércitos en ayuda de nuestra supuesta independencia. Todas estas circunstancias provocaron que muchos de los que habían participado en el esfuerzo por la independencia del Perú con una actitud más bien idealista y patriótica, terminaran desilusionados al ver cómo su país era utilizado como botín de guerra. Nuestra independencia fue sangrienta, cruel y muy costosa para el pueblo peruano; no nos recuperamos hasta muy entrado el siglo XIX, cuando llegó la fugaz bonanza del guano”, asegura Norma Barúa, historiadora por la Universidad de Western Ontario y doctora en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM).

Para Barúa, la historia oficial, para construir la identidad republicana, ha obviado que el Perú no solo era un bastión realista por la presencia del virrey y la nobleza española, sino por la lealtad que la nobleza indígena tuvo al régimen monárquico, incluso después de la Gran Rebelión encabezada por el curaca José Gabriel Condorcanqui, autoproclamado Túpac Amaru II, contra la Corona española, pero sobre todo, por la total indiferencia de la incipiente clase media y sectores populares que se vieron perjudicados por los bloqueos marítimos de la escuadra independentista, la invasión y ocupación del territorio por ejércitos extranjeros, el pillaje de los soldados que hacían motines al no recibir paga, y los avances y retrocesos de las tropas, que ocupaban y evacuaban Lima con cada victoria y derrota militar. 

El Perú fue independizado por fuerzas invasoras que vieron el peligro de una plaza fuerte realista en medio de territorios que ya tenían trazados sus planes de separación. En general, desde Nueva España hasta el Río de la Plata, las juntas rebeldes ya habían consolidado más de diez años de esfuerzos bélicos, apoyados por logias masónicas españolas, escocesas e inglesas, y financiados por el gobierno británico que buscaba hacerse de las excolonias españolas como territorios anexados a su imperio en ascenso. Las fracasadas invasiones inglesas a Buenos Aires no son hechos aislados. Para mala suerte de los ingleses, los Estados Unidos también estaban apuntando hacia lo mismo y sentían que las potencias europeas no tenían ningún derecho de entrometerse en territorios americanos. La ‘independencia’ del Perú, entonces, se convirtió en la clave para expulsar a cualquier potencia no americana del continente. España ya estaba muy debilitada por su guerra contra la Francia napoleónica, por lo que se le hizo muy difícil enviar refuerzos para mantener el control sobre sus posesiones americanas, lo que supuso sus pérdidas”, agrega.

En esa misma línea, el historiador Erik Koechlin, autor del libro “Guía del Proceso Emancipador, 1780-1866”-editado por el Fondo Editorial del Congreso del Perú-, explica que “la independencia dividió a la nación y a las familias porque el poder español no era algo externo”, sino que tenía raíces de larga data en la sociedad peruana.

“San Martín y Bolívar no cumplieron con sus promesas de asimilar a la población española que consentía la independencia. Entre 1821 y 1824, de ochenta mil familias viviendo en Lima, doce mil familias españolas fueron confiscadas y expulsadas del país, siendo peruanos legítimos muchos de sus integrantes. A su vez, el ejército realista era en su gran mayoría peruano, nueve mil de doce mil efectivos, mientras que el ejército libertador era en su gran mayoría extranjero. A su vez, el Congreso dio un decreto el 10 de octubre de 1822 que anunciaba títulos de propiedad, asignación gratuita de tierras del Estado y educación para la población indígena. Nunca se cumplió. Más bien, se les imponía por la fuerza incorporarse al ejército libertador y más adelante a los ejércitos de cada caudillo militar ambicioso. La independencia fue sobre todo una mentira. En julio de 1821 el país seguía en su mayor parte bajo dominio del virrey y no hubo soberanía popular, sino una sucesión de dictaduras”, comenta.

Koechlin cree que la celebración del Bicentenario repite los errores de la independencia en 1821 y hace eco de los rituales hechos durante el Centenario: una sucesión de gobiernos corruptos que desprecian la democracia, ocultos por una exhibición republicana “hipócrita y ridícula”.

“En 1919, el gobierno de Augusto B. Leguía desconoció las elecciones e impuso una dictadura disfrazada con un parlamento sumiso. Mientras copaba el poder con sus parientes, hizo su propia Constitución y de inmediato la desconoció para suprimir las libertades y autoelegirse una y otra vez. La celebración del Centenario fue una exhibición de hipocresía y ridículo. Hoy en día la situación se asemeja. Tras la ajustada derrota de la heredera de la corrupta tiranía de los años 90, estamos a las puertas de sufrir la imposición de otra banda corrupta, la mafia del sindicalismo chantajista, destructor de la propiedad privada y aliada al narcotráfico y heredera del terrorismo, enquistada en los gobiernos regionales. También quieren su Constitución y reducir las libertades en su provecho. Una vez más estamos ante una conmemoración republicana hipócrita y ridícula. Conmemorar el Centenario, el Bicentenario o el Tricentenario de la independencia es un tema baladí. El 28 de julio de 1821 no hubo ninguna independencia. La mayor parte del país seguía en manos del virrey y lo que hizo San Martín fue un gesto de oportunismo político que no le sirvió de mucho. Apenas vio que no podía ganar la guerra abandonó sus responsabilidades, incumpliendo su promesa de entregar el poder a un Congreso capaz de ejercer un poder soberano en un territorio completamente libre. Bolívar asumió la guerra contra el virrey, pero se impuso como dictador para cumplir sus propios planes que incluían engrandecer a la Gran Colombia a expensas del Perú, y ejercer una tiranía vitalicia en una federación de naciones. Cuando dejó el Perú en 1826 tras el rechazo multitudinario a sus planes, teníamos un territorio empobrecido, desorganizado y a merced de un sinnúmero de militares ambiciosos. Este aprovechamiento del poder se repitió a lo largo del siglo XIX por los grupos favorecidos por las guerras civiles, mientras que la gran mayoría del país era víctima de las arbitrariedades y falta de oportunidades ¿Hay algo que celebrar de todo esto?, dice.

Por su parte, César Félix Sánchez, licenciado en literatura por la Universidad Nacional de San Agustín (Arequipa) y filósofo por la Pontificia Universidad Urbaniana (Roma), considera que frente a las “nobles mentiras” y “eslóganes etéreos” que los políticos usarán para celebrar el Bicentenario, aun en una situación tan desgarradora como la actual, pensar en las instituciones destruidas hace doscientos años, es un “horizonte para repensar nuestras formas de representación y nuestros vínculos geopolíticos”.

Las celebraciones del Bicentenario se parecerán a las del Centenario, en cuanto a la glorificación de oligarquías partitocráticas o de caudillos eventuales. Aunque, pensándolo bien, serán mucho peores. Las tendencias neomarxistas y seudoindigenistas más delirantes tendrán un papel privilegiado en la mixtificación presente. Como ya lo he señalado al referirme a los países donde la estatalidad moderna ha fracasado más patentemente, existe todavía un pequeño rescoldo de trascendencia teológico-política en algunos de nuestros pueblos. Pensar en la vieja Christianitas Indiana, destruida hace doscientos años, como un horizonte para repensar nuestras formas de representación y nuestros vínculos geopolíticos, puede ser un camino posible”, afirma.

Una reconexión “indispensable” entre Hispanoamérica y España frente al caos venidero

De acuerdo a Liendo, especialista en seguridad nacional, inteligencia y política internacional, se cumple un ciclo de doscientos años, donde las estructuras de las repúblicas liberales burguesas se descomponen y son barridas política e ideológicamente por actores neomarxistas, que han secuestrado a las comunidades indígenas y sus luchas de reivindicación social, para traer abajo los sistemas políticos vigentes en una “nueva independencia”.

Doscientos años después vemos el fin de un ciclo. El modelo republicano liberal burgués ya no funciona. La estructura de las repúblicas liberales burguesas está siendo arrasada políticamente por actores neomarxistas con narrativas reivindicativas del indigenismo en toda la región. Las clases políticas vigentes están en descomposición en toda Hispanoamérica y la Iberoesfera en general. Al producirse un proceso inevitable de fin de ciclo como este, los intereses transnacionales proyectan en la izquierda neomarxista una alternativa para no perder el poder. El Perú es importante geoestratégicamente en América del Sur, y hay dos lecturas que pueden ayudarnos a entender por qué. De acuerdo con la lectura anglosajona, es un hub geográfico de interconexión estratégica desde el mar y el aire hacia Sudamérica. Sin Lima y el puerto del Callao no se puede entender la integración económica sudamericana. En la misma lectura, en términos políticos, el Perú es un país desestabilizador del orden regional. Si el Perú es importante, es porque su desestabilización se proyecta de inmediato sobre sus vecinos hispanoamericanos, no en Brasil. El eje geopolítico en Latinoamérica tiene dos vectores que se conectan. El vector Caracas-Lima-Buenos Aires, y el otro es Santiago-Brasilia-Bogotá. El centro de esos vectores, en términos geoestratégicos, es el Perú. Ahora, si hacemos una lectura desde la escuela china o rusa, el Perú es importante porque es centro de referencia de irradiación de cultura y poder por haber sido cuna del imperio aborigen más importante de esta región y sede del poder durante el imperio español. El componente político y cultural de irradiación de poder tiene como centro estratégico al Perú. Ahí que en este país se sellan los procesos de independencia y es el centro de gravedad de los cruces de los vectores geopolíticos de poder en América del Sur. Frente a la realidad de un fin de un ciclo de doscientos años, es inevitable la necesidad de reconexión del mundo hispanoamericano con España, de una manera moderna, como alternativa al caos que provocará el agotamiento del modelo del poder vigente. El resultado de las insurgencias que se están dando en nuestros países, así como el hartazgo que provoca en algunas sociedades, como la cubana, la imposición de regímenes de izquierda, es incierto. Si no es posible articular el nexo natural de civilización hispanoamericana, vamos a entrar a una nueva forma de fragmentación política, y así como con la independencia hubo caudillismos y guerras entre países, el riesgo es entrar a un proceso de fragmentación donde la estructura del Estado-Nación será desbordada por los caudillos locales a través de la manipulación política e ideológica de comunidades nativas, el negocio del narcotráfico, el crimen organizado y grupos armados. Es indispensable la reconexión histórico cultural y política, moderna, global, de Hispanoamérica con España como única alternativa a la fragmentación política, económica y social de la región a la que nos ha llevado tanto los partidos liberales progresistas como los adeptos al socialismo del siglo XXI”, advierte.  

El Perú, doscientos años después, es nuevamente el último bastión contra las insurgencias y los discursos de odio que incendian iglesias, edificios públicos y tiran abajo monumentos. Si bien es cierto que la victoria electoral de Pedro Castillo y Perú Libre pone en amenaza esa resistencia histórica -con el aval del voto necio-, los 44 mil votos de diferencia que lo separan de la candidata de derecha evidencia que hay un sector importante de la población que no está dispuesto a ser sometida por el socialismo del siglo XXI. Las marchas y plantones contra el comunismo bolivariano, aunque hostigadas por “rondas urbanas”, son un inicio.

Más de 1 millón de venezolanos refugiados en el Perú deben servir de ejemplo de lo que estas ideologías pueden provocar cuando se instalan en un país utilizando los mecanismos de la “democracia boba”, que da la bienvenida incluso a sus verdugos con tal de verse muy abierta y tolerante. La oposición ciudadana empieza este 28 de julio, y aprendiendo de la lección de hace dos siglos, los peruanos deben ser inmunes a las promesas y relatos bienintencionados, atarse a la realidad y defender, hasta las últimas consecuencias, lo más preciado: la fe, la familia y la patria.

Fondo newsletter