«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Dio todas las batallas de la fe y de la civilización

Benedicto XVI, luz de Europa

Benedicto XVI ha muerto. Millones de españoles pudimos verle en sus tres visitas a España. Tuve la ocasión de asistir a la Misa en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, junto a mi mujer –de nuevo embarazada– y nuestro primer hijo aquel julio de 2006, en el V Encuentro Mundial de las Familias. 

Hoy se escribirán cientos de artículos sobre su vida y obra. Quienes le atacaron, insultaron, calumniaron y vilipendiaron redactarán amables recuerdos, quizás. Bienaventurado el viejo sabio de cabello blanco y mirada amable porque su recompensa será grande en los cielos. La persecución injusta y la calumnia ennoblecen a la víctima. Es la última de sus victorias. La batalla por la verdad y la libertad profunda del hombre. 

Benedicto XVI fue un hombre valiente que, desde la oración y el trabajo, peleó todas las batallas de la fe y de la civilización. Firme en la fe. Seguro en sus convicciones. Dolido ante las miserias humanas que él, hombre naturalmente llamado a la bonhomía, quizás no podía comprender. 

Nos legó el papa Ratzinger, entre otros bienes e inteligencias, una clarividente visión de la Europa de nuestros días y de la política entendida como servicio al Bien Común. Allí donde fue a impartir una conferencia o dar un discurso sentó la cátedra precisa, sin vacilaciones ni componendas. Ya fuera en el Reichstag, en Ratisbona, en Subiaco o Compostela. Ya fuera ante los eurodiputados de aquel Partido Popular Europeo que hicieron oídos sordos a sus palabras proféticas y traicionaron la libertad de los pueblos de Europa; ya ante universitarios, jóvenes, jefes de Estado o autoridades de otras religiones, no cedió ni un milímetro en la defensa de lo irrenunciable para el Bien Común. 

Benedicto XVI fue un hombre valiente que, desde la oración y el trabajo, peleó todas las batallas de la fe y de la civilización

En tiempos actuales donde la idea de derecho entendida como justicia y equidad son aniquiladas por la fuerza de ideologías que pretenden imponerse a la dignidad de la persona humana, a las familias y a las comunidades nacionales forjadas en la historia común y compartida, Benedicto se plantó ante el parlamento alemán y les espetó: “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín”. 

En tiempos actuales donde –como hemos visto recientemente en el Congreso de los Diputados de España– mayorías parlamentarias imponen normas ilegítimas e inconstitucionales que pretenden socavar el Estado de derecho y dejar inerme a la nación frente a quienes conspiran para su destrucción, Ratzinger recuerda que el criterio de la mayoría puede ser suficiente para una gran parte de la materia política “pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta”. En otro momento, recordaba el papa Ratzinger que, si el acuerdo puede constituir un legítimo balance de intereses particulares diferentes, se transforma en mal común cada vez que implique convenios que atenten contra la naturaleza del hombre. 

Benedicto XVI no eludió ninguno de los debates del siglo. Confrontó con el nuevo maltusianismo que impulsa el fanatismo climático

La noción de un Estado democrático de Derecho sujeto a las exigencias de la dignidad del hombre y de la naturaleza de las cosas es un camino que hay que andar, decididos, confrontando con las visiones nihilistas que convierten la mayoría en dictadura y la verdad en una categoría sometida al número. 

Benedicto XVI no eludió ninguno de los debates del siglo. Confrontó con el nuevo maltusianismo que impulsa el fanatismo climático recordando que «hay también una ecología del hombre» y que «también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo». Ese papa alemán, con apariencia de sabio bonachón, sabía que el hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. El hombre es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, de tal forma que su voluntad será justa cuando respete la naturaleza, la escuche, y cuando se acepte como lo que es, admitiendo que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana. Esa ecología humana impone al hombre proteger la naturaleza, pero sobre todo proteger su propia naturaleza. 

Frente a la mentalidad técnica imperante que encierra la moral en el ámbito subjetivo, frente a este mundo basado en el cálculo y las mayorías, Benedicto exigió una moral pública que fuese capaz de responder a las amenazas y exigencias que se ciernen sobre Europa.  

La categoría del bien ha desparecido porque para la ideología imperante nada es bueno o malo en sí mismo, y todo depende de las consecuencias que una acción permite prever. Si puede hacerse, se hace. Como decía el papa, «el cálculo de las consecuencias determina lo que se debe considerar como moral o no moral». Pero esa visión nos aboca al desastre. 

Benedicto exigió una moral pública que fuese capaz de responder a las amenazas y exigencias que se ciernen sobre Europa

Mas si en algo fue Benedicto XVI claro y determinado fue en la defensa de las raíces cristianas de Europa. Benedicto XVI en Ratisbona unió magistralmente fe y razón. Y demostró que sólo en el cristianismo –por su influencia helenística– lo divino y lo humano se encuentran unidos. Porque el inicio fue logos, fue palabra, fue razón. Ese encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa.

Benedicto XVI vio cómo la Europa que se estaba construyendo con la nonnata Constitución Europea de 2004 y el posterior Tratado de Lisboa, que ha traído a Europa la crisis, la desunión y la violencia contra sí misma, constituía un suicidio colectivo, una traición a la identidad europea cristiana, calificándola como una auténtica «apostasía de sí misma». Él, anticipándose a muchos, vio que las «élites» políticas, económicas y mediáticas que dirigían el «proceso de construcción globalista europea» estaban construyendo un fraude político de dimensiones históricas. Hoy vivimos ya en el Parlamento Europeo esta Europa que ambiciona mostrarse como una comunidad de valores y niega cada vez con más frecuencia, que existan valores universales y absolutos. 

Si lo religioso, que es siempre común, pierde su poder de crear una comunidad y se convierte en un asunto totalmente personal, el hombre se halla indefenso, pues no puede vivir permanentemente «autoreferenciado» en sí mismo. Las razones que expuso Benedicto eran de un orden político extremadamente relevante pues avisó de la incapacidad de una Europa apóstata de sí misma, para enfrentarse a las amenazas de hoy día. Una Europa que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas, concluyó con razón. Una Europa que duda o reniega de su propia identidad es una Europa abocada a la derrota. Europa indefensa. 

Si en algo fue Benedicto XVI claro y determinado fue en la defensa de las raíces cristianas de Europa

El nihilismo imperante alega que no se puede mencionar a Dios pues se ofende a los no creyentes. Ratzinger recuerda que la mención de Dios no ofende a los pertenecientes a otras religiones, lo que les ofende es más bien el intento de construir la comunidad humana sin Dios.

Fue memorable la conferencia sobre «Europa en la crisis de las culturas» en Subiaco, en el monasterio de San Benito, justo la noche del 1 de abril del 2005, veinticuatro horas antes de la muerte de Juan Pablo II, donde amonesta a los asistentes y con luz profética advierte que «el proceso mismo de unificación europea se revela no compartido por todos, por la impresión difundida que varios ‘capítulos’ del proyecto europeo han sido ‘escritos’ sin tener una adecuada consideración de las expectativas de los ciudadanos». Europa alejada de los ciudadanos.

Pero nos animó a edificar una nueva Europa, «realista pero no cínica, rica de ideales y libre de ingenuas ilusiones, inspirada en la perenne y vivificante verdad del Evangelio». 

Y dio en la clave del asunto. Porque para edificar esa nueva Europa sobre bases sólidas su perspicacia advirtió que no basta ciertamente apoyarse en los meros intereses económicos, que, si unas veces aglutinan, otras dividen; es necesario hacer hincapié más bien sobre los valores auténticos. El cristianismo es algo que va mucho más allá de la mezquina defensa de estructuras políticas y sociales, mutables y pasajeras. Ratzinger recordó en innumerables ocasiones que la fe cristiana es incompatible con la adhesión a sistemas de dominación y opresión, sean del signo que sean. Sabemos lo que es irrenunciable e innegociable: protección de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural; reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia como unión entre hombre y mujer basada en el matrimonio; protección del derecho de los padres a educar a sus hijos. Y añado: innegociable también la unidad de la Patria. Todo un programa. 

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