«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El odio

 

La afrenta se planeó, se anunció públicamente, se repartieron los diez mil silbatos y se llevó a cabo. Sin impedimentos, como en las dos ocasiones anteriores.

Ya se silbó cuando el speaker ofreció las alineaciones en castellano, la lengua que compartían las dos masas –en el sentido orteguiano del término- de aficionados. Se escupieron decenas de miles de insultos cuando el Rey apareció en el palco de honor, si es que tal cosa existe en el Camp Nou. Los acordes del Himno Nacional desataron, como es sabido, una orgía de hostilidad, ira y frustración como pocas veces se había visto en un grupo humano así de numeroso. Rostros desencajados y escenas patéticas de familias enseñando a odiar sus hijos en la prensa del día siguiente.

El psicoanálisis freudiano define el odio como un estado del yo que desea destruir la fuente de su infelicidad. Destruir. Porque nada se construye desde el odio; nada sano, al menos. El odio es, a la vez, causa y consecuencia del miedo. El odio destruye pero a la vez autodestruye. El odio, según decía Ernesto Guevara, “impulsa al ser humano más allá de sus limitaciones naturales y lo convierte en una eficaz, violente, selectiva y fría máquina de matar”. El odio como factor de lucha, como motor que activa los engranajes atávicos de la violencia. El odio.

Enric Prat de la Riba, padre del nacionalismo catalán, reconoció explícitamente la necesidad de odiar a España –“lo castellano”- como factor movilizador:

“Había que acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma, había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes (…) Esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio (…) tanto como exageramos la apología de lo nuestro, rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y a derechas, sin medida” 

La entrega de la educación a las élites nacionalistas catalanas y vascas ha supuesto la realización del sueño de Prat de la Riba (de Arana en el caso vasco). Hoy existe un nacionalismo ambiental en aquellas regiones que ha empujado a muchos ciudadanos a buscar refugio en otros lugares de España. Al exilio. En las provincias vascas, muchos ni siquiera tuvieron la oportunidad: los mataron antes.

La pedagogía del odio, vista la nula reacción del Estado, ha ido haciéndose cada vez más explícita, menos disimulada. Recientemente TV3 equiparó, a través de un documental, a España con un maltratador. Directamente. Y al presidente del Gobierno y varios ministros con dirigentes nazis. Directamente. Durante la cadena humana, la televisión pública mostró cómo una niña de no más de diez años advertía, visiblemente alterada, que había que “derrotar a España”. La acompañaban decenas de niños de capas esteladas que repetían consignas políticas en bucle. Consignas de rechazo “al invasor”. El odio.

El periodista francés Frédéric Hermel señalaba, sólo unos minutos después del partido, la causa que explicaba el aquelarre del Camp Nou:

“¡Qué error ha cometido la democracia española dejando la educación a nivel local! Esto es lo que está matando a este país. Llevo muchos años aquí pero todavía me asombro viendo estas cosas. A lo mejor porque no he nacido aquí y no lo entiendo. […] Es alucinante. Criamos a los niños en el odio hacia España, y así está».

Mas la educación supone solamente uno de los engranajes de la fabulosa maquinaria de ingeniería social puesta en marcha hace cuarenta años. Porque se celebran congresos, con apoyo público de la Generalidad, cuyo fin es explicar “cómo España ha ido contra Cataluña”. Porque se queman fotografías del Jefe del Estado y banderas de España como ceremonia habitual para cerrar manifestaciones. Porque se profieren gritos a favor de Terra Lliure durante los actos de la llamada Asamblea Nacional Catalana. Desde el propio escenario.

Porque ya todo vale, la apatía institucional ha tolerado sistemáticamente la humillación de los símbolos nacionales y ha ofrecido barra libre de odio a cualquier hooligan que, como el diputado Joan Tardà, le apetezca gritar “¡Muera el Borbón!” con total impunidad.

La tragedia de España es que se ha normalizado la hispanofobia, que ésta alcanza ya carácter ambiental y está tristemente arraigada en el imaginario colectivo de millones de catalanes. Manifestaciones populares como un carnaval sirvieron hace unos meses para animar “a matar españoles”, con señal de televisión en directo para toda Cataluña. La normalización del odio, su aceptación como algo cotidiano, no ha de sorprender cuando es el propio presidente de la Generalidad quien habla de “una España subsidiada frente a una Cataluña productiva”; cuando es el propio presidente de la Generalidad quien se ríe del acento de gallegos o andaluces en sede parlamentaria; quien celebra tours internacionales en los que denuncia “el déficit democrático del Estado Español” y pide “ayuda” a otras naciones; quien esconde el retrato del jefe del Estado detrás de cortinas negras; quien emplea términos como “expolio” o “robo” para referirse a la relación con el resto de españoles o quien, en definitiva, sonríe mientras se humilla a España en un estadio de fútbol. El odio.

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