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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿Cambio climático? Aquí, un escéptico

“Me despiertan enormes sospechas todas estas cruzadas globales cuya conclusión es, siempre, que los poderosos del mundo dicten al resto lo que tienen que pensar”.


En realidad he puesto este título para que usted mire. El discurso oficial sobre el cambio climático es ya un dogma tan unánimemente aceptado, tan interiorizado de forma acrítica por la mayoría de la población, que la única forma de llamar la atención para provocar un debate es tirar una piedra al escaparate. Y bien, ya hemos tirado la piedra.

Excusatio petita

Vaya por delante que, personalmente, soy un ecologista convencido desde hace muchos años. Creo que el ser humano no puede construir nada sólido si olvida su condición de parte del mundo natural, sostengo que toda filosofía política actual debe introducir imperativamente el elemento ecológico, sigo a James Lovelock en su tesis de que la Tierra es en sí misma un organismo vivo, creo como David Bohm que la totalidad del cosmos responde a un orden implicado, comparto la fórmula de Adorno y Horkheimer de que “todo intento por aniquilar la coacción de la naturaleza implica una intensificación de la coacción natural” y abrazo la idea de Heidegger de que la supremacía tecnológica debe ser administrada con extrema serenidad.
Lo que ocurre es que me cuesta mucho aceptar que la solución para preservar los equilibrios naturales del planeta se encuentre en algún lugar entre Al Gore, Macron y la siempre turbia Christiana Figueres, o en cualquier otra confabulación de millonarios. Me intriga la sensible diferencia entre las predicciones científicas reales y su traducción –unánimemente exagerada hasta la catástrofe inminente- en los medios de comunicación y en los discursos políticos.
Me resulta muy llamativo que una sociedad que continuamente nos invita a la crítica, vete sin embargo cualquier discusión de fondo sobre la doctrina oficial del cambio climático. Y me despiertan enormes sospechas todas estas cruzadas globales cuya conclusión es, siempre, que los poderosos del mundo dicten al resto lo que tienen que pensar.
Veamos. Rajoy ha vuelto hace pocas semanas de París, donde ha asistido a la Cumbre sobre el Cambio Climático organizada por el presidente francés, Macron. La lucha contra el cambio climático se ha convertido en uno de los argumentos fundamentales en la construcción del mundo global.
Donald Trump, que no comparte el proyecto globalista, se ha bajado de esta plataforma, pero Europa, y en particular Macron, quiere tomar su relevo. ¿De qué se trata? De arbitrar políticas energéticas de ámbito mundial, y por tanto políticas económicas transnacionales, con la cobertura de las conclusiones del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático.
Todas las instituciones transnacionales apoyan fervientemente estas políticas, y también los gobiernos de las naciones más comprometidas con el proyecto globalista, es decir, con la paulatina sustitución de las soberanías nacionales por una suerte de dirección colegiada –y bastante opaca- a escala planetaria. Por supuesto, el Gobierno español se apunta el primero. Rajoy ha recordado en París ante sus homólogos internacionales que España ha aportado entre 2012 y 2016 casi 2.000 millones de euros a la financiación climática pública en países en desarrollo.
No es mucho, pero España aumentará su aportación hasta los 900 millones anuales a partir de 2020. Ahora bien, cada vez más gente sospecha sobre la relación real entre los fenómenos climáticos y estas políticas. ¿De verdad puede cambiarse el clima con tales o cuales políticas? Pregunta lógica que, sin embargo, resulta dificilísimo plantear, porque el cambio climático se ha convertido en un auténtico dogma ya no científico, sino político. Y quien lo ponga en discusión se arriesga a quedar fuera de la vida pública.

Las grietas del dogma

Hay que insistir en esto: la doctrina oficial sobre el cambio climático es un dogma, y un dogma de naturaleza política. ¿Por qué? Porque es un discurso incontestable construido sobre un acumulación de axiomas que se sostienen unos a otros, un “bloque de verdad” indiscutible. Pero a todo dogma le salen inevitablemente sus protestantes (también sus inquisidores), y este no iba a ser menos. El “bloque de verdad” del cambio climático presenta gruesas grietas cuando examinamos los axiomas uno a uno. Esos axiomas son los siguientes:

  1. Que estamos viviendo un momento de cambio en las condiciones climáticas del planeta.
  2. Que ese cambio apunta a un calentamiento global.
  3. Que el calentamiento es irreversible y amenaza de forma inminente a la continuidad de la vida en el planeta.
  4. Que el tal calentamiento tiene un origen antropogénico, es decir, es producto de la actividad humana, especialmente por las emisiones de CO2.
  5. Y por último, que es posible revertir el proceso si cambiamos la política energética global, lo cual, naturalmente, invita a tomar decisiones de carácter supranacional dispuestas desde órganos superiores a los Estados.

Estos son, sumariamente, los axiomas encadenados de la doctrina institucional, y el discurso oficial nos repite machaconamente que sobre esto hay un consenso generalizado. Ahora bien, ese consenso no es del todo cierto. No, al menos, en su conjunto. Veamos:

  1. Hay, sí, un consenso muy mayoritario sobre el hecho de que nos hallamos en un momento de cambio climático. Aunque hay quien sostiene que no estamos exactamente en un nuevo ciclo, sino en un periodo concreto dentro de un ciclo más amplio.
  2. El consenso es menor, aunque permanezca también mayoritario, sobre el carácter cálido de ese cambio (hace sólo quince años los climatólogos rusos predecían un nuevo ciclo frío).
  3. Sin embargo, la idea de que el calentamiento es irreversible no goza del mismo consenso. Muchos piensan que estamos ante un ciclo como tantos otros que ha vivido el planeta, y que los historiadores conocen bien. Basta ver los gráficos sobre la evolución climática de la Tierra en los últimos 2.500 años.
  4. Aún menor es el consenso sobre el origen antropogénico del cambio: muchos científicos piensan que el clima es un sistema demasiado complejo, que la clave es el comportamiento del sol (la célebre teoría de Milankovic) y que la actividad humana puede, sí, influir, pero no determinar un cambio climático global. Esta posición es, llamativamente, la que con más saña persigue la inquisición climática.
  5. Por último, no hay realmente consenso científico sobre la idea de que un cambio de políticas energéticas pueda revertir el proceso climático. Esta es más bien una convicción política que viene trufada de intereses geoestratégicos y económicos a gran escala. Pero son precisamente esos intereses los que hacen imposible la discusión, porque aquí interviene el poder, y al poder nunca le gusta que lo cuestionen.

La escalera de List

En la historia del poder, y especialmente en la historia de la competición económica, rige lo que Friedrich List llamaba “ley de la patada a la escalera”: un agente sube por esos peldaños hasta alcanzar una posición de predominio y acto seguido patea la escalera para que nadie más pueda subir.
Los anglosajones, por ejemplo, construyeron su hegemonía económica en los siglos XIX y XX sobre la base de políticas proteccionistas y, una vez en lo alto del sistema, se emplearon a exigir a los demás países políticas librecambistas, es decir, las políticas contrarias a las que a ellos les habían enriquecido. Del mismo modo, las restricciones impuestas hoy a la producción industrial contaminante vienen abanderadas por países que han construido su poder sobre ese mismo tipo de producción.
Cabe recordar que, cuando los Estados Unidos y la ONU comenzaron a imponer sus políticas “climáticas”, esa fue precisamente la crítica de los países denominados “en vías de desarrollo”; críticas más o menos conjuradas con la promesa de ayudas a la implantación de energías menos contaminantes. Aquí entran las ayudas de los países más desarrollados, como esas que, por nuestra parte, ha anunciado Rajoy. Ayudas, todo sea dicho que también dejan sus beneficios: Iberdrola, Acciona, o Abengoa son sólo tres de las numerosas empresas españolas que han suscritos contratos milmillonarios para ejecutar proyectos de energías limpias en lugares como Chile, Suráfrica o Brasil.
Todo esto no es en absoluto reprochable, pero se entenderá que no es el contexto más apacible para mantener debates científicos de fondo al margen de otros intereses. Añadamos que los partidarios de la doctrina institucional, por su parte, también acusan a los escépticos de defender los intereses de tales o cuales industrias, de manera que el debate pierde cualquier trasparencia.
 
Por otro lado, nadie ignora que estamos trabajando con un material que se presta demasiado a la combustión retórica. En líneas generales, el deterioro ambiental del planeta es una evidencia objetiva, enteramente racional. Sin embargo, las pasiones que este asunto suscita lo convierten en una materia más emocional que otra cosa, sobre todo en las sociedades occidentales. Recordemos, por ejemplo, la que le cayó a James Lovelock cuando se limitó a constatar que, con números en la mano, las centrales nucleares eran infinitamente menos contaminantes que los hidrocarburos: nadie menos sospechoso que el creador de la hipótesis Gaia, pero la mera mención de la “bicha” nuclear le valió la excomunión. En un entorno así, tan proclive a la manipulación emotiva, no es fácil saber cuándo estamos hablando cabalmente de ecología y cuándo de simple “histeria verde”.
 
Si esto es así en el debate ecológico general, mucho más lo es en el caso concreto del clima. El trastorno climático es una evidencia, como el efecto nocivo de la industrialización sobre el medio ambiente. Pero el discurso oficial sobre el cambio climático es una teoría y, como tal, debería poder ser sometida a discusión. Sin embargo, no lo es: al contrario, es un dogma indiscutible. Al meteorólogo francés Philippe Verdier, director del servicio meteo de la cadena de televisión pública France 2, se le ocurrió publicar un libro explicando las consecuencias positivas de un aumento de las temperaturas (Climat Investigation, Ring, 2015) y fue inmediatamente despedido de su trabajo. ¡Despedido! La desproporción de la medida fue tan patente que el conflicto llegó incluso a la Asamblea Nacional. Aún así, se mantuvo el despido. Y esto justamente, tal desproporción, es lo que levanta tantas sospechas.
 
¿Cambio climático? ¿Calentamiento global? Es posible, sí. También es posible que Al Gore no fuera un farsante, sino un benefactor de la humanidad, cuando dijo en 2006 que al planeta le quedaban diez años de vida si no se tomaban decisiones drásticas. Y es posible que aquella catastrofista predicción de un aumento de dos grados que anunció el Panel Intergubernamental, reducida ahora a 0,05 grados, sólo fuera un error de cálculo. Pero las nieves siguen en el Kilimanjaro y Nueva York no ha sido deglutida por las aguas. Y mientras tanto, a nadie se le ha ocurrido proponer medidas globales contra los compuestos químicos nocivos que envuelven nuestros alimentos, o contra la porquería masiva que sueltan los aviones de fumigación en extensas áreas del planeta o cualquier otra de las innumerables agresiones concretas, mensurables y de efectos inmediatos contra la salud del hombre contemporáneo. ¿De verdad no hay razones para un prudente escepticismo?

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