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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Solzhenitsyn: la Rusia eterna entre alambradas

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Alexander Solzhenitsyn.


El siglo XX ha sido el de las grandes ilusiones, las grandes mentiras y las grandes matanzas. En ese universo brutal, algunos hombres permanecieron como luces de esperanza, de amor a la libertad de verdad, la de carne y hueso, incluso en las situaciones más terribles. Uno de esos hombres fue el escritor ruso Alexander Solzhenitsyn. De él hay que hablar hoy.

Un calvario soviético

Empecemos situando al personaje: Alexander Isaievich Solzhenitsyn, nacido en diciembre de 1918 en Kislovodsk, cerca del Cáucaso. Hijo de un propietario agrícola cosaco y de una maestra de escuela. Huérfano de padre, graduado en Matemáticas y en Física. Con aficiones literarias desde su más temprana edad. Un hijo, por otra parte, del régimen soviético, criado en la revolución. Pero un hijo que iba a salir respondón.
Viajemos unos años adelante. Es 1944. Solzhenitsyn sólo es un soldado: uno más de los muchos millones que habitan el frente ruso en la larga y terrible guerra mundial. El oficial artillero Solzhenitsyn calla sus opiniones políticas, como todos los demás. Las reserva para su fuero privado. Pero en guerra, y en la Rusia soviética, no hay fuero privado. Solzhenitsyn se permite en una carta ciertas consideraciones críticas hacia el régimen estalinista. La carta es interceptada por la censura militar. El oficial artillero, 27 años, es detenido y sometido a consejo de guerra. La pena es brutal: ocho años de trabajos forzados y, además, destierro a perpetuidad. Así comienza el calvario de Solzhenitsyn en el Archipiélago del Gulag.
Solzhenitsyn corrió la suerte habitual de los presos políticos. Primero, la Lubyanka, la sede de la policía política, con las habituales torturas. Después, el traslado a los campos de concentración. En 1950 está en el campo de Ekibastuz, en Kazajstán. El presidiario Solzhenitsyn trabaja de minero, de albañil, de herrero. Las condiciones de vida son muy duras. Fruto del sufrimiento contrae un tumor; la intervención quirúrgica a la que fue sometido dará lugar a su libro Pabellón del cáncer. De campo en campo, entre la esclavitud y la muerte, al autor le salvó su carrera matemática: alguien reparó en sus títulos y le envió a un centro especial para presos con conocimientos científicos. Un régimen singular: investigadores presos que trabajan vigilados por la policía política. De la experiencia sacará Solzhenitsyn materia para su libro El primer círculo.
El calvario durará hasta que muera Stalin, en 1953. La fecha coincide con el final de una de las condenas de Solzhenitsyn, la de los trabajos forzados; pero quedaba la otra condena, la del destierro a perpetuidad. Las autoridades comunistas le envían a Kokterek, siempre en la inmensa planicie de Kazajstán, literalmente en medio de ninguna parte. Le han dado un trabajo: impartir clases en una escuela primaria. Mientras tanto, Solzhenitsyn escribe en secreto. La absolución definitiva llega cuando, tras la muerte de Stalin, Moscú emprende la llamada “desestalinización”, que incluía la liberación de algunos presos políticos. Puesto en libertad, el escritor es en este momento un hombre que ha de partir completamente de cero. Se le autoriza a instalarse en el centro de Rusia, en Ryazán. Allí se gana la vida como profesor de matemáticas. Y sobre todo, allí empieza a escribir sus experiencias en los campos de concentración.

El disidente va demasiado lejos

Su primera novela sobre los campos de concentración es Un día en la vida de Ivan Denisovich. El libro cuenta exactamente lo que su título dice: un día en la vida de un preso del Gulag. Era 1962 y el régimen soviético, dirigido entonces por Nikita Kruschev, intentaba por todos los medios distanciarse del estalinismo. En ese ambiente, la revista Novy Mir, que era la más importante del mundo literario soviético, obtuvo permiso para publicar la novela de Solzhenitsyn. Fue un éxito inmediato: la gente se agolpaba para conseguirla. Incluso fue propuesta para el premio Lenin. La obra consiguió, además, que en la Unión Soviética se abriera un cierto debate sobre el carácter criminal de Stalin. Cuando ese debate llegó más lejos de lo que el régimen podía tolerar, Moscú prohibió la novela. El libro, sin embargo, siguió circulando en forma de samizdat, es decir, a base de copias clandestinas.
A partir de este momento nuestro autor se ha convertido en objetivo de la policía política comunista. Consigue publicar otras dos novelas: Nunca cometemos errores y Por el bien de la causa –de títulos bien ilustrativos-, pero nadie ignora que es un disidente. La KGB busca los archivos y los manuscritos de Solzhentsyn. Muchos de esos escritos circulaban ya en forma de samizdat por toda Rusia. Después de prohibir Un día en la vida de Ivan Denisovich, el régimen confisca el original de la novela El primer círculo. En 1968 el autor denuncia que la censura oficial ha prohibido algunos de sus libros. Consigue publicar El pabellón del cáncer, pero inmediatamente después, en 1969, es expulsado de la Unión de Escritores Soviéticos.
La persecución oficial no amilanó a Solzhenitsyn, que había empezado a escribir Archipiélago Gulag. Algo, sin embargo, vino en su favor: en 1970 se le concede el premio Nobel de Literatura. Eso iba a ser un seguro de vida. Nuestro autor no acudió a Estocolmo para recoger el premio: temía que la policía comunista no le dejara volver a Rusia. Y él quería estar en Rusia, no abandonar su país; porque Solzhenitsyn, además de denunciar la opresión del comunismo, era un patriota de hondas convicciones. El Nobel, en todo caso, seguramente le salvó la vida a él, pero no iba a salvar a otras personas de su círculo íntimo. En 1973 la KGB detiene a la secretaria de Solzhenitsyn, la tortura y se apodera de una copia del manuscrito de Archipiélago Gulag. La secretaria del escritor, desesperada, se suicida.

Socialismo contra el pueblo

Solzhenitsyn decía que nunca habría publicado Archipiélago Gulag mientras vivieran sus protagonistas, pero que, después de que la KGB se hubiera apoderado de él, no le quedaba otro remedio que imprimirlo con la mayor urgencia. El libro apareció en París en diciembre de 1973 y creó una inmediata conmoción. Para escribir Archipiélago Gulag Solzhenitsyn no sólo echó mano de sus propios recuerdos, sino que además había entrevistado a más de doscientos supervivientes de los campos de concentración. El resultado era un paisaje aterrador: todo el horror de un régimen policial quedaba puesto al descubierto. Los datos que allí aparecían resultaban impresionantes: en 1936 había cinco millones de presos en los campos; entre 1928 y 1953 fueron enviadas a los campos entre cuarenta y cincuenta millones de personas. El libro contaba con todo detalle la realidad de los campos: la explotación, la tortura, la muerte. Pero lo peor, políticamente hablando, era la consecuencia que de ahí sacaba el lector: el régimen soviético, la dictadura del proletariado, era en realidad un sistema construido contra el pueblo.
Las autoridades soviéticas fueron implacables con Solzhenitsyn: los laureles del Nobel seguían protegiendo su vida, pero el escritor fue detenido, acusado de traición, privado de la ciudadanía soviética, deportado y expulsado a la Alemania oriental. Era febrero de 1974. Solzhenitsyn no se calló: dos volúmenes más continuaron la historia de Archipiélago Gulag. El horror del comunismo soviético había quedado al descubierto. Para el régimen de Moscú fue un golpe muy severo.
Desterrado, el escritor se instala en una casa de Vermont, en los Estados Unidos, en el campo. Allí se consagra a terminar su obra. Solzhenitsyn era un anticomunista convencido, pero ni mucho menos era un occidentalista, un liberal. Su mundo es el de la Rusia tradicional: religioso conforme a la tradición ortodoxa, ruralista, partidario de las pequeñas comunidades frente a las sociedades de masas, y defensor de una democracia de base local frente a las ficciones de los grandes partidos estatales. Occidente no representaba salvación alguna: “No tengo ninguna esperanza en Occidente, y ningún ruso debería tenerla. La excesiva comodidad y prosperidad han debilitado su voluntad y su razón”, escribía ya en 1967.
En 1976 Solzhenitsyn visita España. Aquí estamos viviendo la efervescencia de la transición. Franco acaba de morir, pero aún no hay democracia. La izquierda cultural intenta arrimar el ascua a su sardina: condena sin paliativos del franquismo, apología inmoderada del socialismo y también –no lo olvidemos- del comunismo. Y en ese ambiente, en un programa de televisión –el Estudio abierto de Iñigo-, Solzhenitsyn dijo cosas que no le serían perdonadas jamás. Vale la pena citarlas con extensión:
“¿Saben ustedes lo que es una dictadura? Los españoles son absolutamente libres para residir en cualquier parte y trasladarse a cualquier lugar de España. Nosotros, los soviéticos, no podemos hacerlo en nuestro país. Estamos amarrados a nuestro lugar de residencia por el registro policial. Las autoridades deciden si tengo derecho a marcharme a tal o cual población. Los españoles pueden salir libremente de su país para ir al extranjero; en nuestro país estamos como encarcelados. Paseando por Madrid he podido ver en los kioscos los principales periódicos extranjeros. ¡Me pareció increíble! Si en la Unión Soviética se vendiesen libremente periódicos extranjeros, se verían inmediatamente docenas y docenas de manos tendidas luchando por procurárselos. En su país (dentro de ciertos límites, es cierto) se toleran las huelgas. En el nuestro, y en los sesenta años de existencia del socialismo, jamás se autorizó una sola huelga. Los que participaron en los movimientos huelguísticos de los primeros años del poder soviético fueron acribillados por ráfagas de ametralladora. Si nosotros gozásemos de la libertad que ustedes disfrutan aquí, nos quedaríamos boquiabiertos”.

La cruel estupidez de la izquierda

Las palabras de Solzhenitsyn desataron una inmediata reacción, y brutal, de la izquierda cultural española. Un escritor tan afamado como Juan Benet escribió esta barbaridad: “Yo creo firmemente que, mientras existan gentes como Alexandr Solzhenitsyn, perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados”. Para más inri, Benet escribió eso en una revista que se llamaba Cuadernos para el diálogo. La prensa satírica, por su parte, se dedicó a vituperar a Solzhenitsyn llamándole “Gironitsin”, por alusión a José Antonio Girón, que era un destacado líder del franquismo. Da vergüenza volver a leer hoy esas reacciones y constatar hasta qué punto nuestra izquierda no sólo estuvo ciega, sino que además demostró una insondable estupidez.
A Solzhenitsyn, por otro lado, no le inquietaron lo más mínimo las sandeces de la izquierda española: él estaba en lo suyo, que era su obra. Primero, completar el tercer volumen de Archipiélago Gulag. Después, su gigantesca narración histórica La rueda roja, un relato que cuenta la transformación de Rusia desde la descomposición del imperio de los zares hasta la victoria de los bolcheviques, y que consta de cuatro volúmenes: Agosto de 1914, Octubre de 1916, Marzo de 1917 y Abril de 1917.
Nuestro autor volvió a Rusia en 1994, disueltos ya los últimos restos del Estado comunista. Fue recibido como un héroe. Antes había escrito un libro muy importante, Cómo reorganizar Rusia –en España lo publicó Tusquets-, que es clave para entender el pensamiento de Solzhenitsyn, su patriotismo de fondo tradicional y su nula confianza en los modelos occidentales. Uno de sus últimos libros se titulaba precisamente así: El error de Occidente.
El viejo disidente, con casi 90 años, empezó a recibir los honores oficiales que su patria le había hurtado. En 2006 el presidente Putin, ex funcionario de la KGB, le otorgaba el Premio Estatal de la Federación Rusa para la actividad humanística. Nuestro autor murió en agosto de 2008, a punto de cumplir los noventa años. El entierro fue un acontecimiento nacional. Fue enterrado, según su voluntad, en el monasterio Donskoi de Moscú, al lado del historiador ruso Vasili Kliuchevski: alguien que, como Solzhenitsyn, pensaba que el futuro de Rusia estaba en la colaboración de todas las clases sociales dentro de una sola comunidad fiel a su tradición y a su herencia religiosa y cultural. El entierro de Solzhenitsyn fue su último ensayo.
¿Por qué, en fin, nos interesa hoy Solzhenitsyn? Primero, por el valor incomparable de su experiencia personal. Además, porque su obra permanece como un testigo insobornable de las grandes crueldades del siglo XX y de las grandes mentiras del comunismo. Y junto a todo eso, porque las reacciones que su obra despertó nos iluminan sobre la estupidez infinita de unos intelectuales que prefirieron seguir ciegos antes que reconocer la evidencia. El nombre de esos intelectuales pasará; el de Solzhenitsyn, por el contrario, merece ser recordado.

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