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Biden compra el discurso a la extrema izquierda

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Europa Press.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Europa Press.

Fuera de los Estados Unidos, muy pocos han concedido al último discurso de Joe Biden la importancia que tiene. Su perorata sobre el “alma de la nación” supone la entrada oficial del presidente y el Partido Demócrata en el modelo progresista sectario y divisor que ha caracterizado, por ejemplo, a la izquierda española desde la llegada de Zapatero y sus estrategias de inspiración bolivariana. Nunca hasta ahora, y de manera tan innecesaria e imprudente, se había producido desde la Casa Blanca un ejercicio de manipulación tan obscena sobre la Constitución y el espíritu que guio a los Padres Fundadores, solo para trazar al fin una línea irreconciliable entre estadounidenses buenos (los demócratas) y malos (los republicanos) y tratar de sacar partido en las urnas de ese clima irrespirable. 

No era necesario que la incompetencia infinita del inquilino de la Casa Blanca le llevara –en palabras de Shireen Qudosi en The Federalist– “al lenguaje de la guerra”

Sabíamos que Joe Biden tiene la cabeza como un colisionador de hadrones. Sabíamos, en fin, que su moral está a la altura de su postura de católico oficial pero abortista total. Sabíamos que quien le guarda la espalda, Kamala, no es más que la musa de los rencores, con el mismo talento para dirigir Estados Unidos que yo podría tener para pilotar el Falcon de Pedro Sánchez. Lo que no era necesario es que la incompetencia infinita del inquilino de la Casa Blanca le llevara –en palabras de Shireen Qudosi en The Federalist– “al lenguaje de la guerra”, “arraigado en duras polaridades que no dejan oxígeno para un terreno común, una base necesaria para la construcción de la paz”. 

No se trata solo de enfangar el debate político, sino de minar la institución democrática en un país que no dispone de otras referencias fundacionales sólidas

“El fracaso de Biden en el liderazgo en dignidad humana”, sentencia Qudosi, “está destinado a convertir al Partido Demócrata en un grupo supremacista”. El lamentable y estúpido discurso del Zombi de la Casa Blanca, en realidad, como señala la autora, ha terminado convirtiendo a Biden “en el mismo monstruo que ha estado pintando a Trump. Trump cometió muchos errores, pero no trabajó para asesinar deliberadamente la democracia y poner en peligro la vida de los estadounidenses bajo el pretexto de la seguridad”. Concluye Qudosi en el mismo punto en el que coinciden estos días muchos analistas desapasionados del espectro conservador –encontrar críticas al discurso en el ala mediática progresista es casi una misión imposible-: “Esta es una forma traicionera de guiar a la gente; conduce a nuestra derecha constitucional de república hacia una futura guerra civil, que es exactamente lo que quiere todo grupo extremista. Mientras tanto, condena al ostracismo, marca y desencadena una ola de autocensura entre las personas que temen expresarse o participar en el ágora del debate público”. 

Es decir, la deriva guerracivilista del PSOE de la última década, y la de la izquierda en cualquiera de sus versiones latinoamericanas. La peor noticia para la democracia y libertad de América. No se trata solo de enfangar el debate político, sino de minar la institución democrática en un país que no dispone de otras referencias fundacionales sólidas, de otros recursos de estabilidad. Después de todo, en estas horas en que la muerte de la Reina Isabel II lo invade todo, su figura es un buen ejemplo del acomodo que las monarquías parlamentarias pueden proporcionar a la nave, cuando algún gobierno irresponsable se encarga de abrir brechas en el casco. Así lo recogen los editorialistas de National Review en su obituario, “una de las fortalezas del sistema británico es el hilo de continuidad histórica que atraviesa sus instituciones”; “su aparente permanencia”, concluyen, “ha ayudado a Gran Bretaña a capear tiempos turbulentos y velozmente cambiantes”. En Estados Unidos esa cierta continuidad inquebrantable la recoge el espíritu constitucional, y torpedearlo como ha hecho Biden es, como mínimo, una imprudencia.

El siempre carismático Michael Warren Davis nos ofrece en The American Conservative un ensayo moral sobre las virtudes colaterales que pueden derivarse del ahorro y la lucha

En los últimos días la locura climática que está contribuyendo a arruinar las economías de Occidente ha ocupado numerosas columnas de opinión en Estados Unidos, en particular después de que California pidiera a sus ciudadanos que no carguen sus coches eléctricos para evitar apagones -tuve que dedicar unas horas de cerciorarme de que no era una broma sino una recomendación oficial real-. “Cuando California le pide a la gente que compre vehículos eléctricos y luego les dice que no los carguen, somos testigos de algo más que estupidez fiscal”, escribe Emily Jashinsky en The Federalist, en un ensayo que tiene la novedosa virtud de tratar de aunar a las diferentes corrientes republicanas en el mismo objetivo de la “guerra cultural”: “Los republicanos deberían prepararse para hablar sobre la agenda verde de los demócratas como otro frente en la guerra cultural de la élite contra la clase media estadounidense”. La tesis, que suena tan familiar en Europa, es instar a la derecha americana a evitar la tentación de retomar la Casa Blanca con un discurso y un programa centrado exclusivamente en enmendar el desastre económico que está suponiendo Biden.

Sea como sea, y mientras esperamos que alguien recoja el guante de Jashinsky, a las puertas de tiempos difíciles a ambos lados de Atlántico, el siempre carismático Michael Warren Davis nos ofrece en The American Conservative un ensayo moral sobre las virtudes colaterales que pueden derivarse del ahorro y la lucha. No es que celebre la crisis, por supuesto, no es un loco, tan solo un conservador con fama de sacar provecho con serenidad de casi cualquier circunstancia para tratar de hacer del mundo un lugar un poco más habitable, empezando por los corazones de los que lo habitamos. 

La lección más importante es esta: la vida es frágil”, escribe, “la prosperidad y la seguridad no son la norma en la historia humana. Son la excepción”. “Esta recesión puede durar un año, o diez años, o el resto de nuestras vidas. ¿Quién sabe? Pero esperemos que estos tiempos difíciles nos hagan hombres fuertes (y felices). Y esperemos que podamos transmitir esas lecciones a nuestros hijos”. Después de todo, concluye el autor: “No importa cuánto suframos, o cuán inútilmente lo hagamos, no tiene por qué ser en vano”. 

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