«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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La belleza no es algo secundario

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Hasta el último suspiro, la pandemia sigue retratando la incompetencia generalizada de los gobiernos, y el vicio de los mandatarios progresistas por conducir a los ciudadanos como ovejas. Si en España hay que contar no sé cuántos días antes de poder quitarse la mascarilla en el transporte público, porque se trata de días cruciales según los expertos inexistentes que tienen capacidad para comunicarse sobrenaturalmente con los virus, en Estados Unidos el fin de la emergencia tampoco será inmediato. 

«La emergencia de COVID ha terminado, ¡dentro de tres meses! Dios hizo el universo en seis días. Al presidente Joe Biden le costará alrededor de 240, en total, poner fin a una ‘emergencia’ que debería haber terminado en el mismo momento en que dijo que había terminado en septiembre de 2022», señala John Podhoretz en New York Post. «Es sencillo», añade «no se trata de una emergencia, y no lo ha sido durante más de un año. Se trata de las personas que realmente se han beneficiado de la emergencia».

En la pandemia, de algún modo, todos los países occidentales han ido tropezando en las mismas piedras, y van saliendo del charco a la vez. No ocurre lo mismo con la locura de la mutilación de personas sanas. Mientras unos países pisan el acelerador de la forma más inconsciente, otros que ya lo han hecho antes tiran del freno y, por asombroso que parezca, la experiencia de los segundos no sugiere nada a la temeridad de los primeros. 

«En Suecia y en el Reino Unido las revisiones independientes encargadas por el gobierno han instado a un enfoque más cauteloso y no intervencionista», señalan los editorialistas de National Review, «en Estados Unidos, un enfoque radical para manejar estos casos ha estado avanzando a galope tendido». Cuando lo que está en juego son cientos de vidas de jóvenes, truncadas por la miopía ética de los gobiernos, toda ayuda es poca para frenar las iniciativas más perniciosas. Señala la revista que «algunas legislaturas estatales se han encargado» de poner trabas a la pasión trans de Biden. 

La última en sumarse ha sido Utah, «con una legislación llamada ‘Enmiendas de procedimientos y tratamientos médicos para personas transgénero’. Fue patrocinado por el senador estatal Michael Kennedy, republicano y médico, y firmado como ley, quizás sorprendentemente, por el gobernador Spencer Cox». «La ley prohíbe las cirugías de transición para menores y regula estrictamente los tratamientos de transición hormonal. Según sus disposiciones, los proveedores de atención médica no podrán recetar medicamentos de transición a pacientes nuevos con antecedentes recientes de disforia de género». «Estos son pasos importantes para reintroducir la responsabilidad clínica», concluye el editorial, «el estatuto tiene un tono y un alcance moderados, lo que dificulta que los activistas transgénero lo ataquen. Su enfoque es proteger a los pacientes, no castigar a los proveedores».

A menudo el conservadurismo es tan sencillo como otear el horizonte de la naturaleza humana, en busca de equilibrio, de belleza, de sentido común. Da igual que hablemos de la mutilación de adolescentes o de los paisajes naturales pervertidos por los enormes artilugios de las renovables. Joy Pullman hace en The Federalist una defensa de esta postura al atacar la proliferación exagerada de parques eólicos bajo un criterio que pondría de acuerdo a casi todos los custodios del canon de belleza artística de la civilización occidental: su fealdad.

«A la gente no le gustan los parques eólicos. Ese sentimiento visceral apunta hacia la verdad: las turbinas eólicas no solo son un desperdicio y peligrosas, sino también feas como un pecado», señala. Con Biden, «Estados Unidos está siguiendo a California y Europa con políticas energéticas desastrosas que conducen a frecuentes apagones y caídas de tensión, y a la tala de bosques para calentarse en los gélidos inviernos». La autora considera que su deprimente aspecto es el mejor argumento contra los molinillos: «La fealdad bruta de los parques eólicos debe considerarse el golpe más significativo contra ellos». Pero por si alguien no se siente cómodo con el argumento, añade otra buena razón: «Las turbinas eólicas requieren mano de obra esclava y empoderan a China al requerir minerales de tierras raras que China controla y extrae en su mayoría en condiciones de trabajo terribles». 

«La belleza importa», concluye, «no es una consideración secundaria. La belleza afecta la felicidad de las personas, y la búsqueda de la felicidad por parte de las personas es uno de los derechos inalienables reconocidos en nuestra Declaración de Independencia». «Los pobres y la gente de las zonas rurales merecen poder mirar hacia el sol y el cielo y disfrutar también de su belleza. Lo mismo que los pescadores y los residentes de Martha’s Vineyard y Cape Cod, donde ahora se están construyendo parques eólicos marinos». 

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