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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

España necesita otro destino

Lo peor no es la crisis económica. Lo peor no es la corrupción. Lo peor no es el descrédito de las instituciones. Lo peor no es el desgarro del tejido nacional. Lo peor es que nos hemos quedado sin destino, sin proyecto, sin futuro. Ese es el gran problema de los españoles, la verdadera crisis de España. Que no es de ahora, pero que hoy, en el marasmo de un sistema enfermo, sale a la luz con una violencia estremecedora.

España se está convirtiendo en un país de viejos arruinados. La frase es de Jean Sevilla, un historiador francés que, por otra parte, ama sinceramente a España. Y la definición no puede ser más exacta.

Hoy han aparecido nuevas formaciones políticas que aspiran a regenerar el tejido nacional. Ciudadanos en el espacio del centro-izquierda, Vox en el campo de los innumerables decepcionados por el PP, Impulso Social en el ámbito de la derecha católica… Todos ellos se definen por su acertado juicio sobre la crisis nacional, por sus buenas intenciones y por la calidad humana de sus líderes. Representan sin duda una esperanza. Ahora se trata de que lean adecuadamente no sólo el paisaje –negro- del presente, sino también la posición histórica de España y los españoles.

En una reflexión sobre la identidad norteamericana, Huntington levantaba una constatación interesante: la identidad nacional está desapareciendo porque las elites del país ya no se identifican con el pueblo americano y su destino, sino que, por así decirlo, han cambiado su marco de referencias y ahora viven en un universo cosmopolita, alejado de la comunidad a la que pertenecen. Ha nacido una especie de “cosmocracia” cuyo horizonte ya no es la dirección de la comunidad política, sino el enriquecimiento en un mundo sin fronteras y, lo que es más grave, sin obligaciones para con el prójimo. Si esto es verdad en el caso norteamericano, cuánto más no lo será en el caso de países como España, donde toda dimensión propiamente nacional ha sido sistemáticamente laminada. Nuestra clase política –y financiera, y mediática- nada ya en esa “cosmocracia” alejada de la España real, tanto de la continuidad histórica de la nación como de los españoles de carne y hueso. La “rebelión de las elites” de la que hablaba Christopher Lasch se ha hecho realidad. Aunque cabe corregir la fórmula: no es sólo una rebelión, sino también una traición de las elites.

¿De verdad pensaba alguien que renunciando a la soberanía, a las incomodidades de la decisión y del poder, íbamos a ser todos más felices? ¿De verdad pensaba alguien que España hallaría la paz renunciando a la gran política y, en su lugar, sumergiéndose en un utópico gran mercado sin nacionalidad ni rostro? El mercado no es una institución natural; no más que la rapiña, el trueque o el saqueo. La institución natural por excelencia –después de la familia- es la comunidad política, y ello es así desde el principio de la humanidad civilizada. Si a la comunidad política se le priva de los instrumentos para asegurar su propia supervivencia, si se le priva de la titularidad sobre los propios recursos materiales, inevitablemente quedará al albur de las ambiciones ajenas. La democracia, sin soberanía real, material, se convierte en una parodia, porque la voluntad popular queda reducida a una especie de liturgia insignificante.

Así está España hoy: con una agricultura y una industria sacrificadas a las exigencias de Bruselas, con un poder financiero fugitivo porque encuentra mejor mercado fuera de aquí y, para colmo, sin posibilidad de controlar la propia moneda. Nuestro Estado, en términos económicos, ha quedado reducido a una voraz máquina de recaudar dinero, administrarlo al servicio del propio Estado y distribuir servicios. Ya sería lamentable si la máquina fuera eficiente. Pero es que, además, la máquina es de una incompetencia atroz.

Cambiar todo eso debería ser el objetivo primordial de cualquier formación que aspire de verdad a hacer Política, con mayúscula. Recuperar España. O más precisamente: servir de cauce para que los españoles recuperemos un país que, entre unos y otros, nos han robado.

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